La acción en las obras cinematográficas colombianas de ficción, antes de los diálogos de paz (1960-2011)
Jorge Prudencio Lozano Botache
jplozano@uniquindío.edu.co
Universidad del Quindío (Colombia)
Recibido: 08 de septiembre de 2015
Aceptado: 15 de abril de 2016
Publicado: 30 de noviembre de 2016
Para citar este artículo
Lozano Botache, J. (2016). La acción en las obras cinematográficas colombianas de ficción, antes de los diálogos de paz (1960-2011). Correspondencias & Análisis, (6), 259-288. https://doi.org/10.24265/cian.2016.n6.14
Resumen
A continuación se denotará la presencia de los componentes de la “Red
Conceptual de la Acción” (Ricoeur, 2000) en una amplia muestra de obras cinematográficas
de ficción (es decir, basadas en la puesta en escena), previas a la iniciación de los diálogos
para poner fin al conflicto armado, tomando como punto de partida a la década del sesenta
(en la que nacieron los grupos insurgentes). Se consideraron solo obras con instancias
narrativas1 e historias ostensiblemente colombianas y de al menos de 70 minutos de
duración, que es un tiempo a partir del cual se considera legalmente que una obra es de
largometraje en Colombia.
Palabras clave: Agente, Motivaciones y finalidades, Circunstancias, Caracteres temporales,
Recursos simbólicos.
Abstract
The presence of “Conceptual Network of the Semantics of Action” components
(Ricoeur, 2000) will be denoted in a large sample of cinematographic works of fiction (ie,
based on the staging) previously made to dialogue to end the conflict, taking as a starting
point the sixties (when insurgent groups were emerge). It was considered only films with
narrative instances and ostensibly Colombian stories and with at least 70 minutes long,
time required for being legally considered a long film in Colombia.
Keyword: Agent, Motivations and finalities, Circumstances, Temporary marks, Simbolic resources.
1. Introducción: objetivos, metodología e hipótesis
A menudo las obras cinematográficas de ficción producidas en Colombia son estigmatizadas
por supuestamente concentrar sus temáticas o bien en la frivolidad o bien en la violencia
derivada del narcotráfico y el conflicto social y armado. No obstante, lo que suele subyacer
en esta opinión es una cierta superficialidad en el análisis de las relaciones entre los
personajes y el devenir de los colombianos, inmerso, ciertamente en contextos cargados
de violencias y frivolidades pero nada exento de los grandes problemas de la condición
humana: el amor, el odio, el poder, la avaricia, la venganza, la muerte, entre otros.
En la perspectiva de este documento, más que la representación o el registro mismo de
imágenes y sonidos, lo que importa es hacer referencia a las implicaciones culturales que
tienen las acciones con las que se narrado cinematográficamente a Colombia antes de los
diálogos de paz. Interesa la reflexión suscitada por la alusión audiovisual a la dinámica de
las identidades humanas que inciden en la transformación de otras análogas, durante lo que
Ricoeur (1983/2000) denomina prefiguración, configuración y refiguración de la identidad
mediante la narración2.
Se analizó un acervo de obras cinematográficas realizadas entre 1960 y 2011, a partir
de los componentes de la noción de red conceptual de la acción: agentes, motivaciones,
finalidades y circunstancias. Se recurrió a una metodología que le da relevancia a la acción
porque esta, como concepto (o como “red conceptual de la acción”, según Ricoeur) por
una parte, permite comprender a la noción de “condición humana” que protagoniza la
sociedad y la cultura y que se asume en esta investigación (es decir, el ser humano como
un ser de acción que agencia motivaciones como el amor o el odio y finalidades como
la venganza o el poder, siempre dentro de ciertas circunstancias) y, por otra parte, es un
núcleo plausible para el análisis de las artes narrativas, que es como se asume en este caso
a las obras cinematográficas. De esta forma, la acción proporciona lo que se registra en
los acontecimientos y en la memoria pero también se puede registrar sobre otros soportes
materiales y culturales.
En esta aproximación al cine colombiano, por razones prácticas, sólo se mencionarán dos
documentales de menos de setenta minutos (Tulia, de San Pedro de Iguaque y La ley del
Monte) que tienen gran importancia desde el punto de vista de su manera de narrar a la
de la red conceptual de la acción, más otros de más de setenta minutos: Nuestra voz de
tierra, memoria y futuro, Camilo, el cura guerrillero y Gamín. Esta arbitraria selección,
sin embargo, no constituye un juicio de exclusión sobre otras obras documentales de menor
duración y gran sentido cultural. Por considerarlas significativas para los propósitos de este
artículo, se mencionan algunas pocas obras de antes de 1960 (María, Flores del valle, Bajo
el cielo antioqueño) y otras tantas del 2012 (Porfirio y Roa).
Esta suerte de estado del arte parte de considerar que en las narraciones cinematográficas
se manifiesta el impulso ancestral de los seres humanos, consistente en la necesidad de
dar cuenta o de autonarrar su propio accionar. El cine es un arte caracterizador de nuestra
época, así que aportar a una mayor comprensión de las relaciones entre los personajes
y relatos cinematográficos (dentro de los contextos en que ellos han surgido y que
además referencian) resulta importante, más que para incidir sobre el acervo de la crítica
cinematográfica hecha en Colombia, para dilucidar el punto de vista que nuestra época
expresa a través de los cineastas, acerca del conflicto social y armado en nuestro país. No
hacerlo despilfarra una oportunidad de reflexionar en este momento coyuntural en el que se
habla incluso de lo que debe suceder cuando se entre en el llamado posconflicto.
2. Red conceptual de la acción
El concepto de acción según lo definió Ricoeur (2002) es la capacidad de hacer que algo
suceda y para explicarlo de manera operativa, este autor se apoya en el filósofo finlandés
George H. von Wrigth quien, a su vez, recurre a la teoría de los sistemas dinámicos para
afirmar que la acción es la intervención de al menos un ser humano (llamado “agente”)
sobre un sistema de relaciones con otros seres humanos, animales y objetos. Estos sistemas
siempre son parciales respecto del universo; nunca estamos en relación con todo el
universo: la acción es particular y concreta y la articulación de una serie de acciones sobre
un sistema constituye al curso de los acontecimientos. La acción es un fenómeno en el que
se despliegan tanto la identidad de los individuos como la intersubjetividad3.
En realidad la acción consta de varios componentes que conforman lo que se puede
denominar la “red conceptual de la acción” (Ricoeur, 2000): un agente, que es el sujeto
(individual o social) que realiza la acción; las motivaciones, que son las causas internas
que llevan al agente a actuar; la finalidad, que es el propósito buscado por el agente; las
circunstancias, que son las relaciones con otros agentes y que condicionan a la acción; y
los conflictos que resultan de las interacciones.
A su vez, la red conceptual de la acción es interpretada desde dos aspectos culturales:
los caracteres temporales o hechos significativos para un grupo social y los recursos
simbólicos o valores con los que tal grupo social interpreta a la realidad. Ni los caracteres
temporales ni los recursos simbólicos pertenecen a la red conceptual de la acción. Los
caracteres temporales son hechos que se marcan en el transcurrir del tiempo, en contraste
con el reposo y la espera. Con ellos se construye la trama y dentro del devenir social
constituyen los hechos a los que se les da relevancia desde particulares concepciones o
contextos de la historia y que juegan un papel muy importante para interpretar las acciones
tanto individuales como colectivas. Pueden ser abordados por la narración cinematográfica,
bien sea de manera directa como una re-creación del presente o del pasado; bien sea
como alusión o acontecimiento circunstancial; bien sea como contexto narrativo o como
atmósfera dentro de un relato audiovisual con otros propósitos4.
Los recursos simbólicos son aquellos valores, símbolos, significados, imaginarios, temas y
demás referentes culturales con los cuales una cultura o un individuo interpreta y evalúa a
las acciones. En este caso a las que se narran cinematográficamente, ya sea identificándose o
distanciándose de ellas. Esos recursos simbólicos se pueden proyectar tanto en la narración
en su conjunto como en alguno de los aspectos específicos del lenguaje cinematográfico,
tales como imágenes, iluminación, ambientes, música, ruidos, diálogos, desempeño actoral,
entre otros. Los recursos simbólicos amplían notoriamente las relaciones estéticas y en
general culturales del espectador con la narración cinematográfica al otorgarle significado
tanto a la acción como a su contexto.
2.1. Tipos de agentes en las obras cinematográficas colombianas
El agente es un ser humano o humanizado, colectivo o individual que vehiculiza a la acción.
Equivale al personaje y como individualidad proviene de la dramaturgia clásica, en la que
el protagonista es quien tiene un propósito y el antagonista es quien se le opone. Esta última
distinción es tanto un recurso técnico como filosófico y cultural, válido tanto para la ficción
como para el documental. Un agente o personaje es encarnado en la escena por un actor.
Técnicamente, individualizar a la acción ejemplariza bien sea para que el espectador se
identifique o para que se distancie del personaje, con lo cual, dicho sea de paso, se subraya
la función pedagógica del drama. Esta es una manera de viabilizar a la narración dramática.
Vselodov Pudovkin propuso por medio de sus obras cinematográficas a comienzos de
los años veinte en la Unión Soviética el concepto de “tipo”, que consiste en construir un
personaje individual adjudicándole rasgos psicológicos, sociológicos y físicos de distintos
individuos pero pertenecientes a un mismo grupo social. Desde ese criterio Pudovkin hizo
una obra maestra titulada La Madre, basada en la novela homónima de Gorki pero la noción
de tipo ha sido muy utilizada en la comedia y el personaje del vagabundo (creado por
Charles Chaplin) es un ejemplo cumbre porque no se esclerotiza, sino que (al contrario) se
versatiliza para explorar múltiples facetas de la condición humana. En cambio, en la comedia
colombiana se ha probado varias veces la construcción de “tipos”, con resultados sin mucho
brillo aunque inocultables, como José en El taxista millonario (Nieto, 1979), gordo, pobre,
ingenuo, sufrido, suertudo y honesto; o Mariano, en La pena máxima (Echeverri Roa, 2001),
empleado público de bajo rango, apasionado por el fútbol, terco, desleal y desgraciado.
La construcción de un personaje individual tanto para un texto dramático o guión, como
para la interpretación actoral, cuenta con una larga tradición técnica que involucra saberes
prácticos específicos de la dramaturgia en tanto oficio y de otros campos disciplinares, como
la psicología. No obstante, en este caso resulta pertinente resaltar el sentido filosófico que
tiene la noción de individuo, bien sea predestinado por fuerzas naturales, sobrenaturales o
inclusive sociales como en la antigua tragedia griega; o bien libre de ellas, dueño de su razón
y su conciencia y enfrentado a las circunstancias o lanzado a sus propias pasiones y angustias.
Entre los predestinados, El triángulo de oro (Pinilla, 1984) muestra a unos exploradores
codiciosos, esquemáticos, predestinados a morir víctimas de monstruos y plantas
carnívoras, ante las cuales no sirve ninguna de sus astucias; por otra parte, Andrés y
Margaret, los hermanos incestuosos en Carne de tu carne (Mayolo, 1983) poseídos
por fuerzas sobrenaturales, cometen crímenes vampirescos; la predestinación es común
en personajes envueltos en historias legendarias, como le ocurre a Adel en La boda del
acordeonista (Bottia, 1985); algo similar ocurre en otra parte, la predestinación social se
aprecia En tiempo de morir (Triana, 1985), obra en la que Juan Záyago, pese a su sensatez,
estaba condenado a matar a Julián Moscote y a morir a manos de Pedro.
Entre los personajes que toman decisiones por sí mismos, está Adolfo León Gómez, el
provinciano enamorado y osado que en Visa USA (Duque, 1986), acepta su fracaso y
decide quedarse con su novia; El padre Gabriel en La pasión de Gabriel (Restrepo, 2009)
quien parece confiar sólo en su conciencia y se rebela hasta contra los preceptos de su
religión. Pedro Rey, en El rey (Dorado, 2004), un hombre de bajos recursos económicos,
pero astuto y sin escrúpulos, se interesa por las actividades ilícitas; con perversa solidaridad
le ofrece trabajo a varios de sus amigos y menesterosos hasta convertirse en un mafioso
avaro y sangriento. En el cine colombiano es frecuente encontrar a este tipo de personajes,
elaborados acaso con intenciones reflexivas acerca de nuestra sociedad, como sucede con
Roberto Hurtado, el magnate que manda a asesinar personas para obtener la sangre que
requiere para sobrevivir en Pura sangre (Ospina, 1982); o en relación con la historia, como
ocurre con León María Lozano en Cóndores no entierran todos los días (Norden, 1984)
sectario y fríamente cruel.
Otros, menos frecuentes en el cine nacional, son los personajes marcadamente fantasiosos
como Rafaelito, en Los niños invisibles (Duque, 2001) quien quiere hacerse invisible para
estar más cerca de Martha Cecilia, la niña de la que está enamorado; o los personajes
picarescos, como Jaime Florez en El embajador de la India (Ribero, 1987) quien se
aprovecha de la credulidad de unos gobernantes esnobistas y de un pueblo arribista para
hacerse pasar por un diplomático de aquel país asiático.
Por su parte, Lisa, en Malamor (Echeverri, 2003) se aventura a vivir entre su apasionado
amor por Hache y unas atormentadas búsquedas existenciales. Este tipo de personajes
ha sido menos común en el cine nacional, como en una suerte de indiferencia hacia
la exploración de las profundidades psicológicas del colombiano. Hay varias obras
cinematográficas centradas en historias de amor, como Tiempo para amar (Nieto, 1980),
Una mujer con suerte (Nieto, 1991) o Bésame mucho (Toledano, 1995) que son más bien
descripciones de lugares comunes en los sentimientos y comportamientos de la clase media.
Es precisamente en el grado de autonomía del personaje donde empieza a colarse
lo ideológico en dependencia del ensalzamiento que el discurso de la obra haga del
voluntarismo y el heroísmo. En el cine colombiano no es fácil identificar ejemplos que
pertenezcan a estas opciones; no obstante, hay algunos rasgos esquemáticos de ello en
el intrépido Kapax, el hombre leopardo (Rincón y Sambrell, 1981); más claros están en
el libertador de la obra animada Bolívar, el héroe (Rincón, 2003) y de manera paródica
en El Man (Trompetero, 2009), poseedor de una gran fe asumida con la inmediatez de
la cotidianidad popular. Sin embargo, es más claro el ejemplo de La pasión de Gabriel (Restrepo, 2009), obra en la que este sacerdote católico renuncia a toda prebenda que se
oponga a sus convicciones de servicio aunque ello le depare sufrimiento y luego la muerte.
En cambio, son más frecuentes los personajes que aunque toman iniciativas, son apabullados
por las circunstancias. Esto se observa en Clemente y Firulais en Raíces de piedra (Arzuaga,
1961) condenados por su pobreza a no encontrar las soluciones a los problemas más
elementales de la búsqueda de dignidad; y en Augusto en Pasado el meridiano, del mismo
director de la ultima obra mencionada (1966), víctima de la indolencia social. Lo mismo
sucede con Toño y Paulina, en La primera noche (Restrepo, 2003) pese a su dignidad, están
condenados a ser perseguidos, a ser pobres y desgraciados por haber nacido campesinos,
en una zona de influencia guerrillera y en un país en conflicto armado; en La sombra del
caminante (Guerra, 2004), Mañe y su amigo el silletero, pese a haber sido mutuamente
víctima y victimario estuvieron condenados a sobrevivir juntos. También está en estas
circunstancias Mónica en La vendedora de rosas (Gaviria, 1998) huérfana que pese a su
espíritu de trabajo y sentido de la dignidad en medio de las turbulentas costumbres de los
habitantes de la calle, siempre estuvo desamparada hasta ser inevitablemente asesinada.
También ronda a lo ideológico el grado de conciencia social crítica del personaje hacia su
contexto histórico, social y político, como lo pregonó Lawson (1949) o por el contrario
su defensa del establecimiento. En La estrategia del caracol (Cabrera, 1993), Perro
Romero (un tinterillo o abogado empírico) y Jacinto (un veterano anarquista español)
enfrentan y burlan al poder económico, a las que consideran leyes injustas y en general al
establecimiento.
Sin embargo, Colombia no cuenta con grandes relatos cinematográficos de héroes
fundantes, a no ser que se considere a María Cano (Loboguerrero, 1990) sobre la líder
sindical y social de comienzos del siglo XX; o Bolívar soy yo (Triana, 2002a) que, sin
embargo, tiene un marcado acento paródico y políticamente satírico, en el que la figura de
“el Libertador” es empleada emblemáticamente por muchas fuerzas culturales, económicas,
sociales y políticas de intereses divergentes y hasta opuestos o desquiciados, como ocurre
con el actor Santiago Miranda, personaje de este relato, que oscila entre la interpretación
actoral y el delirio de considerarse él mismo Simón Bolívar. En este caso también vuelve
a ser pertinente la animación digital Bolívar, el héroe (Rincón, 2003) que es una suerte de
biografía del libertador con apoyo dramatúrgico en dos personajes alegóricos: Tiránico
(que es antagonista) y Américo, que es un esclavo muy apreciado por Simón.
Por otra parte, la afirmación del establecimiento la han realizado personajes de historias
convencionales y defensas más acérrimas del status quo suelen ser desarrolladas en obras
cinematográficas por lo general financiadas por un organismo estatal o entidades afectas a
él. En Colombia se acercarían a este grupo las obras audiovisuales de tipo institucional que
ha producido el ejército nacional para televisión a manera de seriados.
En la llamada Unión Soviética por los años veinte, el propio Eisenstein se manifestó
en contra de la dramaturgia que promovía el individualismo y, desde su concepción
marxista, hizo dos obras maestras ya mencionadas: Octubre (1927) y El acorazado
Potemkin (1925), en las que si bien se identifican agentes individuales en algunas
escenas, como Kerensky en la primera y Vakulinchuk, en la segunda, en muchos
sentidos los dos relatos son protagonizados por las masas en tanto agente colectivo de
la acción cinematográfica.
En Colombia, El río de las tumbas (Luzardo, 1964) es un ejemplo interesante, que muestra
situaciones pintorescas de un pueblo pequeño en la que aparecen diferentes personajes
que articulan situaciones sin que nadie llegue a ser francamente protagónico. Otro
digno ejemplo de este grupo es el documental Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Rodríguez y Silva, 1982) en la que los indígenas quienes analizan sus propios mitos,
lo contrastan con la explotación y al despojo a que han estado sometidos e identifican a
sus explotadores y se disponen a asumir las riendas de su historia. En este caso también
operan aspectos técnico-dramatúrgicos, disciplinares (como la ciencia política o la
antropología), filosóficos (como la opción por el sujeto colectivo) e ideológicos, como la
esperanza en un futuro mejor.
En alguna medida, la ya citada La estrategia del caracol (Cabrera, 1993) es, al mismo
tiempo, una obra coral, en la que un grupo de individualidades se enfrenta al status quo
y reclama el derecho a quedarse en una vivienda, dado que han habitado en ella durante
muchos años. Colombia (país rico en diversidad cultural y en historias comunitarias) puede
tener una rica veta dramatúrgica en este tipo de agentes (los colectivos) con grandes y
pequeñas epopeyas.
2.2. Una mirada a las motivaciones y las finalidades
Las motivaciones y las finalidades están estrechamente relacionadas. Las primeras son
fuerzas volitivas, ético-morales, intelectuales, incluso coercitivas o patológicas, en todo
caso ubicadas en el interior de los agentes o personajes; las segundas son fuerzas narrativas
constituidas por los personajes mismos cumpliendo propósitos o ejecutando proyectos.
Desde el punto de vista filosófico, las motivaciones y finalidades ponen en evidencia la
discusión acerca de si tiene sentido que los sujetos se fijen propósitos o no, lo cual, al
mismo tiempo proyecta implicaciones ideológicas precisamente a partir de lo que los
agentes hacen o dicen.
Actualmente, este aspecto está relacionado con la discusión entre el sujeto moderno y
el posmoderno. Se supone que el primero está motivado por el humanismo, guiado por
valores como la libertad y la razón, y asume como finalidad proyectos afincados en la
noción de progreso; una distorsión de este paradigma tiene como motivación a la ambición
individualista y como finalidad a la instrumentación de la naturaleza y las personas, la
acumulación de capital y el poder; el segundo tiene motivaciones dispersas o incluso no las
tiene y, por tanto, tampoco se plantea finalidades unívocas y mucho menos de largo aliento.
En el cine colombiano hay solo algunos pocos personajes de motivaciones clásicamente
humanistas, quizás porque aquí la modernidad tiene unos rasgos particulares, distintos a los
de la modernidad europea. Sin embargo cabe destacar al Perro Romero y a Jacinto de La
estrategia del caracol (Cabrera, 1993), quienes argumentan razones en defensa del derecho
y la libertad; los teatreros de Los actores del conflicto (Duque, 2008), cuyo propósito es
realizarse como artistas, dentro del respeto a los derechos ciudadanos; el sacerdote de
La pasión de Gabriel (Restrepo, 2009), quien promueve la justicia y la honestidad en el
manejo de recursos y asuntos públicos. También son modernos, en el contexto colombiano,
Toño y Paulina, jóvenes campesinos que en La primera noche (Restrepo, 2003) aspiran,
él a obtener la libreta militar para después conseguir un trabajo y progresar (aunque no lo
logre) y ella a sacar adelante a sus dos hijos (aunque tampoco lo logre).
Estas mismas motivaciones modernas están parodiadas, aunque sin mucho brillo, por la vía
de la comedia en la ilusión de José en El taxista millonario (Nieto, 1979) quien desde la
noción de progreso aspira a salir de pobre, no para hacerse poderoso, sino tan siquiera para
solventar su subsistencia básica, asediada por el arribismo y el consumismo. Igualmente
paródico es el jovencito de El Man (Trompetero, 2009), quien con varios lugares comunes
y también en el contexto de la híbrida modernidad a la colombiana, defiende a la justicia y
procura el bienestar del prójimo por medio de cierta fraternidad y un valor pre-moderno,
como es la fe (en este caso en el “Divino niño”), puesta al servicio ya no sólo de la aspiración
a progresar, sino tan solo de vivir dignamente, lo cual lo lleva inclusive a practicar el trueque,
que al ser una dinámica económica también premoderna, aparece (en medio de la caricatura)
como una alternativa válida ante el deterioro crítico de las condiciones de vida en la ciudad.
Caso singular es el de Manuel en Los colores de la montaña (Arbeláez, 2010), un niño
que, por serlo, no tiene un gran propósito moderno en términos de lo que Kant llamó “la
mayoría de edad”, es decir, en términos de ser ya un sujeto autónomo, pero sí está en esa
ruta, por la vía de la formación que le dan su familia y la sociedad, más la educación,
recibida en la escuela; de hecho, él está motivado con el fútbol, desea convertirse en un
arquero y se aferra a un balón como su gran propiedad. Su finalidad es conservarlo, aún
corriendo ingenuamente algunos riesgos. Que al final su familia se lo lleve quien sabe
para dónde, huyendo de la violencia (aunque tampoco haya sido una acción autónoma de
Manuel) sí lo encarrila dentro del deseo de progreso que tienen su madre y su padre y que
con toda seguridad él ha asimilado.
La distorsión (o instrumentalización, como diría Habermas) de las motivaciones y
finalidades humanistas se observa en personajes como León María Lozano, quien en
Cóndores no entierran todos los días (Norden, 1984) alienta a su libre albedrío con valores
católicos bastante rigurosos y conservadores que eleva a la categoría de principios; con ellos
mismos organiza clandestinamente a hombres armados llamados “pájaros” procedentes del
partido conservador para asesinar a los liberales, quienes antes le habían servido. En esta
misma tónica, Pedro Rey, en El rey (Dorado, 2004) impulsado por la ambición se torna
violento, traiciona a su esposa y hasta manda a matar a su mejor amigo, el “pollo”. Este
mismo tipo de motivaciones y finalidades se evidencian en Gerardo, el neófito y violento
narcotraficante que primero introduce en su negocio al ingeniero Santiago Restrepo y
después lo traiciona secuestrándolo, en Sumas y restas (Gaviria, 2004); a la postre Santiago
cobra venganza acribillando a Gerardo. Un caso más de ambición e instrumentación humana
es el de El Orejón, Peñaranda y Benitez en Perro come perro (Moreno, 2008), quienes
se destrozan emocional y físicamente disputándose un botín. Incluso en La estrategia
del caracol (Cabrera, 1993), Holguín (el adinerado empresario, aún en ejercicio de los
principios modernos de iniciativa individual y libre empresa) manifiesta expresamente sus
desmedidas ambiciones de poder y de dinero, las cuales los llevan a promover el desalojo
violento de la antigua casa en disputa con sus moradores. Varios de estos, a su vez, también
están fuertemente motivados por la fe religiosa, que es pre-moderna, aunque defienden de
manera liberal su derecho a la vivienda.
No obstante, Julián, en Terminal (Echeverri, 2000) se sumerge en el proceso de superación
de una ruptura amorosa; Vega, en Al final del espectro (Orozco, 2006) tiene intensas
motivaciones (en este caso fóbicas y angustiantes) sin una gran finalidad, más allá de superar
sus propios tormentos. Esta mujer se destruye interiormente hasta sucumbir por completo;
Karen, en Karen llora en un bus (Rojas, 2011) resuelta a no seguir siendo un simple apoyo
para su marido, del que depende económicamente (y sin preparación previa) decide a vivir
con astucia y picardía los avatares de la supervivencia en las calles de Bogotá; Ofelia, en
PVC-1 (Statholopoulos, 2007) es un ejemplo de motivaciones por coerción (en la acepción
de Ricoeur), ya que las motivaciones no siempre son eufóricas. La bomba que le han atado
al cuello los hombres de Benjamín tiene un límite de tiempo para explotar. Su angustia no
es (ni podría ser) patológica ni intelectual ni mucho menos volitiva. Sus desvaríos son la
consecuencia de aquella penosa situación.
Por otra parte, solo algunas pocas obras plantean personajes sin motivaciones ni
finalidades, según las tendencias de la postmodernidad, aunque en contextos que no son
megalópolis pero sí mundos articulados a la globalización por marginados que parezcan.
Un ejemplo de este último grupo es Tulia, en el documental Tulia, de San Pedro de
Iguaque (Echeverri, 1992), un personaje que parece haber estado perdido en el tiempo
y el espacio, disolviendo durante muchos años su personalidad, primero en los intereses
de su esposo (ya muerto) y ahora en el entorno rural, donde no parece existir pasado ni
futuro, ni siquiera la muerte.
Otro ejemplo es Don Daniel, en El vuelco del cangrejo (Ruiz, 2009), quien frustrado
y escéptico con el país parece no tener motivaciones más allá de irse (lo cual no es
exactamente moderno) y su débil finalidad es encontrar una manera de emigrar, sin que
al final tampoco lo logre. Ni siquiera alcanza su re-encuentro consigo mismo. Un caso
especial es Ancizar López, personaje de El arriero (Calle, 2009), quien en principio
es un neoliberal aunque pobre, que tiene claramente definida como finalidad salir de
la pobreza por medio del narcotráfico. Así logra acumular dinero y manipular a dos
mujeres, (quienes a la postre se confabulan para tomar venganza). Al final, derrotado y
hastiado con los espejismos de la riqueza, este hombre termina yéndose a subsistir como
pescador artesanal en un pueblo alejado, sin un gran propósito moderno y sí con una
carga de escepticismo.
Otro caso especial es Eliseo en Satanás (Baiz, 2007) cuyas motivaciones más fuertes, el
resentimiento, el odio e incluso su pasión amorosa hacia la adolescente Natalia, tienen
orígenes patológicos derivados de su traumática experiencia militar en Vietnam. Pese a
que también tiene algunas otras motivaciones intelectuales (como la lectura y el ajedrez)
estas están supeditadas a las primeras. También pese a que en esta obra cinematográfica se
entrelazan las historias de otros personajes, como Paola y el padre Ernesto, con finalidades
razonables y de progreso, Eliseo es un personaje urbano sin rumbo, interiormente destruido,
víctima de una guerra entre fuerzas contemporáneas, y residente en una ciudad compleja y
socialmente abigarrada como Bogotá.
2.3. Entre circunstancias
Como se ha sugerido arriba, las acciones no son inanes, sino que constituyen y dinamizan el
curso de los acontecimientos, que al articularse dentro de una trama configuran narraciones
(cf. Ricoeur, 2002). Entonces, la narración es la manera como fluyen las vivencias o se
articulan los conflictos de los agentes entre sí, consigo mismo o con la naturaleza, por el
solo hecho de existir y verse abocado a reaccionar. Técnicamente, las circunstancias se
revelan mediante escenas o interacciones de un agente con su entorno físico o con otros
agentes; disciplinarmente también resultan importantes las particularidades del contexto
social o natural, el “tipo” y las singularidades de los personajes.
Las circunstancias configuradas dentro de una narración constituyen el relato y permiten
estructurar al tiempo relatado, según la concepción de “tiempo” que sugiere Ricoeur
al afirmar que el tiempo humano está constituido por los acontecimientos humanos, en
contraste con el tiempo cósmico marcado por lo que le sucede a los meteoritos, planetas
y galaxias. Las circunstancias permiten configurar el relato desde el guión, pasando por
la puesta en escena y concretándose en la edición. Las escenas o interacciones exponen
a las valoraciones que evidencian los personajes, a las decisiones que toman y a las
consecuencias de lo que hacen a lo largo de todo el relato.
Por ejemplo, León María Lozano en Cóndores no entierran todos los días (Norden, 1984)
empieza como ayudante en una librería, luego logra establecer una venta de quesos y
cuando se dan las circunstancias, se convierte en escudero demencial de sus ideas políticas
para matar a sus rivales, no menos apasionados que él. Doña Gertrudis Potes, líder de los
liberales, lo apodó el “Cóndor” por ser el más grande de todos los llamados “pájaros” o
matones. Este hombre escapa de algunos atentados y pone a salvo a su hija, enviándola a
Bogotá, pero finalmente es asesinado precisamente por los liberales, quienes pacientemente
habían esperado hasta encontrar la oportunidad de cobrar venganza.
En Confesión a Laura (Osorio, 1990), Santiago (un funcionario del gobierno) acepta ir
a entregar el ponqué de cumpleaños (hecho por Josefina, su esposa) para Laura la vecina
de enfrente. Estando allí, se ve obligado a permanecer en casa de la cumpleañera debido
a que en la calle hay amotinamientos y francotiradores que podrían matarlo. Entonces
Santiago y Laura se confiesan los sentimientos que habían reprimido hasta entonces,
mientras Josefina “hierve” en su desesperación. Pedro Rey, en El rey (Dorado, 2004)
luego de haber alcanzado fama, dinero y poder (maltratando y humillando a todos los
que se cruzaron en su camino) es traicionado y acribillado por uno de sus servidores, el
teniente Pulgarín.
Acerca del guion, Pudovkin afirmó que este debe ser de hierro, es decir, seguido al pie de
la letra durante el rodaje, con lo cual coloca al guión como el elemento más fuertemente
caracterizador de la narración cinematográfica, supeditando a él tanto a la puesta en escena
como a la edición. Es seguro que la interpretación considerada más literal fuera la del
director, quien (al menos en su caso) era el mismo guionista aunque cabe la posibilidad de
que el director de fotografía también tuviera tal misión, si se tiene en cuenta que guiones
como el de La Madre hacían bastante énfasis en la fuerza expresiva de la imagen. Más
allá de las propias obras de Pudovkin, es difícil encontrar ejemplos aplicativos del guion
de hierro aunque hay una herramienta homóloga conocida como storyboard o historia
dibujada en el escritorio, empleada con cierto rigor y frecuencia en la publicidad y con más
flexibilidad en la producción cinematográfica como tal.
En el contexto de la cinematografía colombiana, PVC-1 (Staphilopoulos, 2007) es un relato
que requirió (de cierta manera) un guion (si no de hierro en sentido estricto) por lo menos
bastante riguroso, como quiera que la obra se realizó en un solo plano secuencia. En general,
los documentales se distancian de la noción del “guion de hierro”, como lo evidencian la
ya citada Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Rodríguez y Silva, 1982), ejemplo de
investigación paciente que permitió que la estructura de la obra final fuera emergiendo
durante el proceso de producción y realización. Algo análogo tuvo que haber sucedido en
Tulia, de San Pedro de Iguaque (Echeverri, 1992) que no se hizo con una comunidad, como
la obra anteriormente citada, sino con una sola persona. Por su parte, Field (1984) propuso
el llamado “paradigma”, orientado a lograr que la obra cinematográfica realizada cautive la
atención del espectador5. Según Field (de alguna manera inspirado en Aristóteles) un guion
debe presentar a un personaje en acción y debe tener tres partes: un planteamiento de la
historia, un desarrollo de la misma y una solución.
Pese a que muchos guionistas y directores (incluidos los colombianos) rechazan el rigor del
paradigma, si se analizan con cuidado, sus propias obras presentan grandes coincidencias
con él. Por ejemplo, en Soñar no cuesta nada (Triana, 2006) historia sobre unos soldados
de la compañía Destroyer que encontraron en la selva una caleta de dólares escondidos por
la guerrilla. Hacia los 28 minutos de transcurrido el relato, el soldado Porras expresa que no
está de acuerdo con apoderarse de ese dinero. A continuación, el teniente le da la orden de
guardar silencio al respecto y justo en el minuto 30 el soldado reprime su inconformidad y
acepta la orden gritando ¡lancero! Este es el primer “plot point”, con el que se concreta lo
que Field denomina el “planteamiento”. A partir de entonces ya no se relata la travesía de
unos soldados sin dinero (con ilusiones juveniles y que persiguen a los guerrilleros) sino la
obnubilación de un grupo de soldados que deciden apoderarse del dinero que encontraron
y lo derrochan entre rencillas y juegos en la selva.
El punto medio tiene lugar cuando en pleno vuelo hacia la base militar, el soldado Lloreda
denuncia que ha perdido su dinero y amenaza hacer explotar al avión con una granada. Un
soldado declara que Lloreda no será capaz, pero este grita “¡Yo no soy ningún güevón!” Y
a los 60 minutos exactos Lloreda es controlado por el teniente, pero también por el soldado
Porras, que es el personaje principal. Este es el punto medio, a los sesenta minutos. Aunque
ese acontecimiento no impide que los militares mantengan su dinero, sí empieza a sembrar
dudas sobre lo que sucederá. A partir de ese momento la torpe ostentación de los militares
los lleva a generar sospechas entre el alto mando.
El segundo gran plot-point tiene lugar a los 90 minutos exactos, cuando en un flashback
explicativo, el soldado Porras llama a su joven esposa para informarle que huyó para no
someterse a la ley. De esta forma, se le presenta con una justificación para aspirar a salvar a
su familia de la bancarrota, justificación que contrasta con la suerte de los otros soldados y así
deja planteada una discusión sobre la validez ética de lo hecho por todo el pelotón. A partir de
ese momento empieza la cortísima solución de la historia, que consiste en que la joven esposa
de Porras (acompañada de su pequeña hija) inicia el viaje de retorno a su hogar.
Por otra parte, aunque sin haber escrito una teoría, Luis Buñuel escribía sus guiones basado
en su intuición, sin adoptar ninguna regla más que el gusto por esa intuición creativa
confrontada con la de al menos una persona más, que en su caso fue muchas veces JeanClaude Carrière. En Colombia no son frecuentes las experimentaciones de este tipo y
mucho menos las exitosas. Aún así se han dado algunos casos interesantes de este tipo de
experimentación, como La mansión de Araucaima (Mayolo, 1986) que tiene una cierta
secuencialidad basada en Ángela, la adolescente que escapa de su labor protagónica en
la filmación de un comercial para llegar a la mansión, donde al final se suicida. En la
mansión se desencadenan una serie de situaciones que no se rigen por una causalidad
explicable mediante la noción de conflicto desarrollado linealmente, sino más bien por
el entrecruzamiento de las pasiones que fluyen instintiva y puntualmente entre aquellos
personajes que se autodestruyen.
Muchos académicos y realizadores en diferentes partes del mundo han escrito
recomendaciones técnicas sobre cómo escribir un guion, pero más allá de las preceptivas o
sugerencias, algunas de ellas muy claramente expuestas, no constituyen propiamente una
teoría con efectos comprensivos sobre la narración cinematográfica. De todas maneras,
guionizar, filmar y editar las circunstancias son oficios y la estructura de una narración
no garantiza ni el éxito ni el fracaso del relato, aunque haya algunas sugestivas, como
la de La primera noche (Restrepo, 2003) que comienza cuando Toño llega a la casa de
Nacho, donde deja su uniforme de militar y continua huyendo. A partir de entonces se
observan en flashback y, al mismo tiempo, en paralelo con la progresión de la historia,
los hechos previos a la deserción de aquel muchacho. Él estuvo enamorado de Paulina
pero ella prefirió al hermano, Wilson, con quien tuvo dos niños. Toño quería obtener su
libreta militar para después trabajar, pero Wilson prefirió irse con su tío (un jefe guerrillero)
quien a su vez le pidió a su hermana (madre de Toño y Wilson) que se marchara porque la
situación se tornaría difícil en aquella zona, pero la mujer no quiso irse.
Mientras Toño estuvo en el Ejército, siempre tuvo afecto hacia los hijos de Wilson y
Paulina, de quien siguió enamorado, lealtad y persistencia que es coherente con el sentido
de rectitud que lo llevó a decirle al sargento que escuchaba disparos y explosiones en
el pueblo, donde estaba su mamá. El sargento (evidentemente informado de la presencia
de los paramilitares en aquel lugar) le ordenó rabiosamente no insistir, por lo cual Toño
(en emotiva reacción) lo degolló y, como es obvio, tuvo que huir. La mamá de Toño fue
asesinada pero Paulina se salvó y se dispuso a huir con sus dos niños. En ese punto ella y
él se encontraron y pese a los desplantes de ella, Toño y Paulina llegaron juntos a Bogotá,
pauperizados y desamparados. Las dos líneas paralelas se juntaron, un habitante de la calle
intentó prostituir a Paulina y aunque Toño quiso ser indiferente, fue dominado por un
celoso orgullo que lo llevó a trenzarse en una mortal lucha con aquel hombre.
De cualquier manera, también son importantes el tipo de acciones seleccionadas y la manera
de ponerlas en escena audiovisualmente, como lo ha demostrado, entre otros, Jairo Pinilla, en
obras como Funeral siniestro (1977) y como queda en evidencia en un sinnúmero de obras
que recurren a la narración basada en los lugares comunes del comportamiento humano.
3. Resultados
La anterior identificación de cada uno de los componentes de la “red conceptual de la
acción” permite identificar a los caracteres temporales o hechos históricos más aludidos
por las obras cinematográficas colombianas. Revisando a las obras cinematográficas
arriba aludidas y contrastando a esta lista con el catálogo de la fundación patrimonio
fílmico colombiano6, en el cine hecho en Colombia es evidente una ausencia de obras que
refieran los tiempos precolombinos y sobre la llegada de Colón a América solo existe una
animación de 63 minutos realizada por Fernando Laverde con el título de Cristóbal Colón (1983); tampoco se encuentran obras sobre la Colonia (salvo algunos cortometrajes en
video producidos recientemente por la Universidad del Cauca) y sobre la independencia
destacan las series de obras unitarias ideadas por Gabriel García Márquez y producidas en
soporte de celuloide para televisión con los títulos de Crónicas de una generación trágica (Triana y Restrepo, 1993) y De amores y delitos (1995). Sobre este mismo período se
destacan dos obras sobre Bolívar: una en tono de parodia, Bolívar soy yo (Triana, 2002a) y
la otra animada Bolívar, el héroe (Rincón, 2003).
Se carece igualmente de obras cinematográficas sobre los tiempos del establecimiento de la
República y en general sobre el resto del siglo XIX, salvo si se considera a María (Calvo,
1922), imposible de reconstruir, o acaso por la alegórica La pobre viejecita (Laverde, 1980)
y por la sátira burlesca San Antoñito (Sánchez, 1985). El primer gran hecho histórico del
siglo XX, aludido directamente en el cine, es el traspaso del canal de Panamá a manos de
los Estados Unidos, mediante la obra Garras de oro (Jambrina, 1926), que al parecer fue
filmada en Italia7. Sólo en la última década del siglo, Camila Loboguerrero hizo María
Cano (1990), una obra biográfica sobre la líder sindical del primer cuarto del siglo XX.
Entre varios registros documentales de comienzos del siglo XX, destaca el que realizaron
los hermanos Acevedo (1930) sobre la guerra contra el Perú y aunque sin aludir a eventos
épicos ni heroicos, Flores del valle (Calvo, 1941), en 67 minutos da cuenta de algunos
rasgos culturales del valle, como Bajo el cielo antioqueño (Acevedo, 1925) lo hace de la
aristocracia antioqueña de aquella época.
Es el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948) el hecho que empieza a llamar la atención
del cine colombiano con mayor fuerza, aunque 65 años después no se ha abordado este
hecho de manera directa. Sin embargo, Canaguaro (Kusmanich, 1981) se refiere a hechos
derivados de la muerte del mencionado político. En Cóndores no entierran todos los días (Norden, 1984), León María Lozano es un personaje surgido precisamente durante el
periodo de violencia desencadenado, a raíz de la muerte del llamado “caudillo del pueblo”.
En Confesión a Laura (Osorio, 1990) son francotiradores amotinados a causa del asesinato
de aquel político el 9 de abril del año mencionado, los que físicamente le impiden a
Santiago salir de la casa de Laura.
En Un tigre de papel (Ospina, 2007), el historiador Arturo Alape afirma que Pedro Manrique
Figueroa anduvo ese día cerca al lugar de los hechos. La historia del baúl rosado (Gómez, 2005) transcurre en años previos a la muerte de Gaitán y en esta obra se observan unos
retratos de político (tipo cartel, pegados en una pared en un parquecito) por donde pasa
el detective Mariano Corzo, cuando va hacia la casa de Martina, la dueña del café. Roa (Baiz, 2013) es quizá la obra que más se ha acercado al hacer referencia, al presunto autor
material de aquel magnicidio.
Un hecho posterior aludido circunstancialmente en Carne de tu carne (Mayolo, 1983) es
la explosión de unos camiones del Ejército cargados de dinamita, ocurrida el 7 de agosto
de 1956 en Cali, hecho que marcó a la historia de esa ciudad. Este acontecimiento tuvo
lugar durante la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, quien había dado un golpe de Estado
en 1953. En Un tigre de papel (Ospina, 2007) se afirma que Pedro Manrique Figueroa
presenció la represión de la policía rojista a los estudiantes. La llamada “violencia” liberalconservadora que se desgranó del asesinato de Gaitán es un período que está menos referido
de lo que sería deseable, salvo por algunas obras como la ya mencionada Cóndores no
entierran todos los días (Norden, 1984) o El río de las tumbas (Luzardo 1964) en la que
se puede interpretar que los muertos sin identificación que bajan por el río y que descubre
el bobo del pueblo, son víctimas de la violencia liberal conservadora que azotaba al país
en aquellos años.
Un documental, Camilo, el cura guerrillero (Norden, 1974), aporta otros rasgos de las
mentalidades de aquellos años, a partir de la interpretación que diferentes actores sociales y
políticos hacen de aquel personaje, muerto ocho años atrás. Desde la cosmovisión indígena,
Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Rodríguez y Silva, 1981) contribuye a ampliar
la mirada sobre la historia en una época en que el movimiento indígena se ha venido
consolidando organizativamente en Colombia. Con su música a otra parte (Loboguerrero,
1984) agrega algo más sobre el dilema entre la frivolidad y el romanticismo juvenil de
izquierda en los años sesenta y setenta. Raíces de piedra (1961) y Pasado el meridiano (1966), ambas de José María Arzuaga, dan cuenta del paisaje urbano y de cierta moral
sociopolítica de aquellos años en Bogotá. También para los años setenta y ochenta, Un
tigre de papel (Ospina, 2007) complementa el registro de hechos significativos para una
mirada global a la historia nacional, a partir de hechos ocurridos en Bogotá, y que se
proyectaban o pretendían proyectarse sobre el acontecer nacional.
En los años setenta algunas obras zahirieron denunciando a la pobreza, como Gamín (Durán,
1977). Otras, en cambio, optaron por ensalzar a la frivolidad de la clase media, como
Esposos en vacaciones (Nieto, 1978) y otras más a veces con asocio de algunos extranjeros
de mirada exotista, fantasearon pese a las precariedades técnicas para elaborar tales relatos,
narrativamente atrevidos pero de resultados bizarros como Holocausto caníbal (Deodato,
1981), Amazonas para dos aventureros (Hofbauer, 1974) e incluso Amenaza nuclear (Osorio, 1981). En ellas, de todas maneras (más allá de las particularidades expresivas de
sus autores) se traslucen valores tanto tecnológicos como morales de la época.
Veinte años después de los hechos, se proyectó La toma de la embajada (Durán, 2000)
en la que un comando del grupo guerrillero M-19 irrumpió el 27 de febrero de 1980 en
una reunión de diplomáticos en la embajada de la República Dominicana, tomando como
rehenes a varios embajadores. También había sido Ospina, esta vez en Soplo de vida (1999), quien había aludido a la catástrofe del Municipio de Armero que tuvo lugar el 13
de noviembre de 1985, al idear un personaje desaparecido aquella fatídica noche. Por su
parte Baiz en Satanás (2007), recontó la masacre que cometió Campo Elías Delgado, un
veterano de la guerra del Vietnam, el 4 de diciembre de 1986 en un restaurante de Bogotá.
Un aspecto del conflicto social de los ochentas y quizá también de los noventas entre ricos
y pobres quedó narrado en La estrategia del caracol (Cabrera, 1993) inspirada en una
noticia sobre el desalojo de los inquilinos de una antigua casa, en la década del ochenta.
Aunque es notoria la ausencia de obras sobre los orígenes y los protagonistas del conflicto
armado de los años subsiguientes a los de la violencia liberal-conservadora, es decir, el
de las guerrillas de influencia socialista (junto con la ya mencionada sobre la toma de la
embajada de República Dominicana) hay un panorama de este conflicto en un conjunto de
obras, tales como Golpe de estadio (Cabrera, 1998) que entremezcla las afujías durante un
combate entre el Ejército y la guerrilla con las reacciones emocionales de los combatientes
de ambos bandos que, al mismo tiempo, observan algunos partidos del equipo nacional
de fútbol. En La primera noche (Restrepo, 2003) aparece la connivencia de algunos
integrantes de las fuerzas armadas del Estado con los paramilitares, mientras que en La
pasión de Gabriel (Restrepo, 2009) se presenta la complementariedad por oposición entre
el abuso de poder de la burocracia y la soberbia de un grupo guerrillero.
La sombra del caminante (Guerra, 2004), por su parte, señala la miseria en la que se
encuentran tanto la víctima como el victimario en una ciudad que sigue su marcha caótica
y también violenta. En Los actores del conflicto (Duque, 2008) se engranan diferentes
lastres del conflicto: mafias, sectarismos, tráfico de armas, ineptitudes, soberbias y hasta
impostaciones. En Yo soy otro (Campo, 2008) se remarca la presencia del conflicto en
todos los lugares y aspectos de la vida social, mientras que en Los colores de la montaña (Arbeláez, 2010) se señala la frustración y el desplazamiento que victimizan a los campesinos y especialmente a los niños.
En El rey (Dorado, 2004) se dan datos sobre los comienzos del cultivo de marihuana y
de la producción de cocaína. Por su parte, La ley del monte (Castaño y Trujillo, 1998), un
documental de 62 minutos, describe los pasos de la compra de materia prima y producción
de cocaína. Sumas y restas (Gaviria, 2004) alude a los tiempos y movimientos del tráfico
del alcaloide y al encantamiento que este negocio ejerció sobre la clase media de Medellín
en los ochentas y noventas hasta hacer sucumbir en su vorágine a muchos de sus pujantes
prospectos empresariales. María llena eres de Gracia (Marston, 2004), detalla tanto la
técnica de transporte humano de cocaína como las motivaciones y tormentos de quienes
la practican, es decir, de las llamadas “mulas”. En El arriero (Calle, 2009) se ocupa
precisamente de la ética perversa y los ideales de un personaje que organiza y controla a
tales mulas.
Rodrigo D: No futuro (Gaviria, 1990) mostró la osadía tanática asumida por los jóvenes
sicarios de Medellín, para quienes solo cuenta la posibilidad de obtener un botín en el fugaz
presente. La virgen de los sicarios (Schroeder, 2000) acentuó no solo la frialdad de los
adolescentes para matar, sino también la pobreza en que viven y lo que es más importante,
el curtido desarraigo en el que la única atadura es aquella peregrina fe siniestra puesta en
el mito de la virgen. Precisamente Rosario tijeras (Maillé, 2005) resalta ese salvajismo
urbano, esta vez con una mujer entre sus protagonistas.
En Karmma, el peso de tus actos (Pardo, 2006) se alude al flagelo del secuestro como
aventura de la ambición, mientras PVC-1 (Stathoulopoulos, 2008) recrea el siniestro
caso ocurrido el 16 de mayo del año 2000, cuando un grupo de delincuentes irrumpió
en una finca y uno de ellos le instaló un collar explosivo a una mujer para presionar a su
esposo a conseguirles una cuantiosa suma de dinero; Porfirio (Landes, 2011) muestra las
ilusiones y las desgracias de un hombre que quedó inválido a causa de una bala perdida
durante un tiroteo de la policía y que el 12 de septiembre de 2005 secuestró un avión para
llamar la atención del gobierno, que no ha querido atender su demanda. Las alusiones
al terror llegan hasta Silencio en el paraíso (García, 2011), una obra que se presenta
como una historia de amor en la que la suerte del protagonista permite hacer referencia
a la masacre de 18 jóvenes (aunque dentro de este relato solo asesinan a 8) acaecida a
finales del 2008 en el municipio de Soacha, a manos de fuerzas del Estado, según se dice,
presionadas a presentar resultados.
4. Conclusiones
En esta perspectiva, es notorio que no existen obras cinematográficas colombianas que
aborden directamente al problema agrario, considerado una de las claves de los orígenes
del conflicto social armado. En cambio, vale la pena referenciar a varios de los recursos
simbólicos (referentes de interpretación) presentes en las obras cinematográficas estudiadas:
el gamonalismo y la doble moral provinciana fue retratada por La virgen y el fotógrafo (Sánchez, 1982) pero la corrupción política y burocrática, centrada principalmente en
Bogotá, ha sido un tema recurrente, por ejemplo en la populista Mamagay (Gaitán, 1977)
en la que el poder y el oportunismo intentan sacar partido de un humilde albañil gratificado
por la fortuna con el premio mayor de una lotería. Con mayor sentido épico y sugestividad,
en Canaguaro (Kuzmanich, 1981) se muestra desde los llanos orientales de Colombia,
cómo la rebeldía de unos se convierte en pretexto para que otros saquen ventaja personal.
La gente de La Universal (Aljure, 1991) es narrada con planos de audacia estilística,
aunque no hay propiamente corrupción relacionada con la burocracia estatal, la mentira,
la picardía y la infidelidad, las cuales subyacen como marcas de la moral social. Con esas
reglas Diógenes Hernández paradójicamente indaga cierta verdad y su sobrino Clemente
le aplica las mismas pautas a él. En Perder es cuestión de método (Cabrera, 2005) Víctor
Silampa descubre el laberinto de relaciones y tráfico de influencias con las que en el fondo
se construye la ciudad. La corrupción burocrática y el deterioro moral de la sociedad se
compaginan hasta demoler a los más honestos, a la manera del llamado género del “cine
negro” adaptado a Colombia. En El Colombian Dream (Aljure, 2006) contada con osados
juegos sonoros pero sobre todo visuales y dramatúrgicos, la deshonestidad permea los más
íntimos rincones de la familia y hasta dos de los llamados símbolos patrios son resignificados
por el narcotráfico: la bandera, por medio de pastillas amarillas, azules y rojas; y el himno
nacional por medio de una canción al patrón; sin embargo, sarcásticamente, esa es la
realidad que desea el nonato Lucho para cuando llegue a este mundo.
En Perro come perro (Moreno, 2008) se produce el señalamiento alegórico de la ambición
incrustada en la sociedad. El “Orejón”, neurótico e implacable tiene sólo unos pocos
valores, entre ellos principalmente un botín y la venganza. Por su parte, Peñaranda justifica
su felonía con la noble causa consistente en asegurar el futuro de su pequeña hija, como
en una proclamación de la consigna “el fin justifica los medios”, mientras Benitez espera
estoicamente la oportunidad de quedarse con todo, como en un irremediable acomodo
a lo que pareciera no tener solución. Corruptos también son Uldarico y Bernardo en
la comedia sarcástica Nochebuena (Loboguerrero, 2007), el primero adulterador de
estrategias burocráticas y el segundo, usufructuador de dineros ajenos. En todo caso,
ambos manipuladores de afectos personales y familiares.
Por otra parte, una es la violencia predestinada, como en la solemne Tiempo de morir (Triana, 1985), obra en la que aparece una violencia que sin hacer alusión a un lugar
específico ni a una teleología particular, brota de una cierta predisposición del macho hacia
la violencia y al ataque. Así le sucedió a Juan Záyago al matar a Raúl Moscote, lo mismo
le sucedió a Julián Moscote, quien murió al intentar la venganza de su padre y ese fue
el destino inevitable de Pedro al matar a Juan. La madre de los Moscote, la amante de
Julián y la mujer de Pedro (en tanto mujeres) permanecen como confidentes o consejeras
de las decisiones de vida y muerte. Igualmente, en Edipo alcalde (Triana, 1996) aunque
rítmicamente desigual, hay una recontextualización de la tragedia clásica en la Colombia
contemporánea, dado que tanto guerrilleros como paramilitares hacen parte del destino ya
descrito por el oráculo, un fabricante de ataúdes, acaso mensajero de la muerte; Layo, el
gobernante, inevitablemente, muere en un tiroteo, Edipo, alcalde de Tebas, se casa con la
viuda Yocasta pero al darse cuenta de su incesto, se arranca los ojos y termina deambulando
como mendigo en medio de la violencia socioeconómica de Bogotá, tan desgraciada como
las otras violencias.
En cambio, otra es la violencia que se aprecia en Cóndores no entierran todos los días (Norden, 1984) afincada dramatúrgicamente en la referencia a un acontecimiento concreto
de la historia colombiana; ligada al apasionamiento partidario, al conservadurismo
históricamente vinculado con un catolicismo recalcitrante y a la estructura gamonalista de
la sociedad, todo lo cual propicia que se busque controlar el poder mediante mediciones de
temperamento y de fuerza.
Las obras relacionadas con el conflicto armado también refieren una violencia ubicada
histórica y socialmente aunque en la dramáticamente intensa y visualmente delicada La
sombra del caminante (Guerra, 2004) parece haber una denuncia de la inutilidad de la
violencia política porque, en el fondo, lo que hay es una violencia cultural que se vive
en las calles, por donde unos muchachos golpean a Mañe aprovechando que es lisiado,
la policía persigue al silletero (que es analfabeto) y que de ser victimario de la familia de
Mañe pasa a ser su víctima cuando aquel esconde la planta de cuya infusión depende su
vida. Entonces parece que no queda más alternativa que convivir y (preguntarnos si) en
medio del abigarramiento social acaso es posible el perdón.
No obstante, PVC-1 (Stathoulopoulos, 2008) aunque más interesada en la formalidad
del plano secuencia que en los personajes, muestra la brutalidad y la crueldad de unos
delincuentes que (en busca de su propio lucro) someten a una intensa tortura psicológica
a una familia, cuya madre muere, en parte por la falta de una reacción institucional eficaz,
representada por la parsimonia del experto en explosivos. Una saña similar se observa en
las mutilaciones con motosierra que se observan en Perro come perro (Moreno, 2008). Una
parsimonia burocrática análoga se entreteje en Todos tus muertos (Moreno, 2011).
La pobreza como denuncia del fracaso del ideal humanista aparece en Raíces de piedra (Arzuaga, 1961) en la que el progreso en una ciudad (que por lo demás, al ser capital
de la República lidera al proceso de urbanización nacional consecuente al periodo de
desplazamiento causado por la violencia liberal-conservadora) no es para nada equitativo.
Firulais es un ladronzuelo y escasamente sobrevive. Clemente trabaja arduamente y no
vive mejor. Este último se accidenta y Firulais busca medicamentos, pero la tarea resulta
muy difícil. Tampoco encuentra solidaridad y cuando regresa, su amigo ya ha muerto.
Augusto en Pasado el meridiano (Arzuaga, 1964) es sometido a la indolencia de su jefe,
que nunca llega para autorizarle que asista al velorio de su mamá y mientras tanto la ciudad
sigue su rumbo incontenible e insolidario. Poder y progreso se confabulan para ensalzar
a unos y humillar a otros. De todas maneras, en estas últimas dos obras (técnicamente
imperfectas, pero conceptualmente muy expresivas) la pobreza aparece como sufrimiento.
En cambio, en un tono no menos trascendental (pero sí con humor y fluidez narrativa) La
estrategia del caracol (Cabrera, 1993) alcanza mayor complejidad. El conflicto central
consiste en que Holguín desea a la antigua casa para construir allí un proyecto urbanístico
más rentable, mientras los moradores de ella reclaman el derecho a la vivienda, adquirido en
forma consuetudinaria. El apabullante ideal de progreso se enfrenta al ideal de la igualdad
y de esa manera la función de la propiedad privada queda en el centro de la disputa. Jacinto
y Perro Romero asumen a la pobreza con la lucha social, en contraste con personajes como
doña Eulalia quien la vive como padecimiento personal. En esta obra, la pobreza también
es un contexto cultural en el que un mosaico de personajes urbanos (algunos con cierta
raigambre rural) hacen gala de su coraje y sobretodo de su picardía para sobrevivir, que
es con la que finalmente invaden otro terreno, desvalijan la casa, destruyen la fachada y
entregan el lote con una “casa pintada”.
En La sociedad del semáforo (Mendoza, 2010) se enfatiza precisamente en las construcciones
culturales de los pobres, en este caso, en las de quienes rebuscan su subsistencia en los
semáforos, construcciones (de cualquier manera) estridentes frente al clasicismo estético y
al civismo. Raúl Trellez se propone manipular el tiempo que duran los semáforos en rojo
para ampliar la posibilidad de desempeño de los artistas y vendedores callejeros, con lo cual
el significado de aquellos objetos urbanos se traslada desde la regulación de la movilidad
urbana hasta llegar a ser un fenómeno casi natural, lejos de cualquier cuestionamiento a la
estructura sociopolítica, aunque haya algunos lamentos ante la suerte de ser pobre.
Ahora, si las anteriores obras se alejan del maniqueísmo según el cual todos los pobres
son buenos, porque por ejemplo, incluso el sufrido y solidario Firulais de Raíces de piedra (Arzuaga, 1961) lleva el estigma de ser un ladrón, por su parte Como el gato y el ratón (Triana, 2002) acentúa o quizás exacerba esta complejidad y, muy al contrario, muestra
a las familias Cristancho y Brochero, desplazadas y pauperizadas, que se envuelven en
la intolerancia y paulatinamente caen en la rabia, la envidia, la agresión, la traición y la
venganza, como si sus comportamientos fueran una caja de Pandora, hasta conducir a
todo el barrio (ciertamente abandonado por el Estado) a la destrucción de lo que había
sido su mayor logro: instalar la electricidad, invento que caracteriza a la modernidad.
Hasta Esperanza y Consuelo (alegóricos nombres de las esposas de Miguel y Cayetano) se
trenzan en una fatal pelea que no logra contener Kennedy, el ecuánime edil.
Hubo en Flores del valle (Calvo, 1941) una mujer campesina que dejó constancia de su
amor propio al demostrar que era capaz de ser bailarina urbana y luego regresar a su tierra.
Sin embargo, acerca de la mujer, en el cine es frecuente el uso de arquetipos, como el de la
mujer fatal, esencialmente erotizada y al mismo tiempo manipuladora. La abuela (Pinzón,
1981) no menos truculenta, presenta a una mujer anciana adinerada y neurótica, lo cual
tampoco deja de ser un cliché. María Cano (Loboguerrero, 1989) busca otra alternativa
narrando, aunque sin mucho temperamento, a una mujer que sí lo tuvo: María Cano
acometió poemas (oficio en el que no alcanzó mucha resonancia) pero sobre todo se dedicó
durante buena parte de su vida a la lucha social, organizando a obreros y campesinos en
tiempos en que nació el sindicalismo en Colombia, actividad que le granjeó el apelativo
de “la flor del trabajo”. En un tono tan diletante como el personaje principal de Ilona llega
con la lluvia (Cabrera, 1996) presenta a otra mujer muy erotizada pero también libertaria y
cosmopolita, desestabilizadora de la masculinidad patriarcal. En cambio, La vendedora de
rosas (Gaviria, 1998) refleja una desgracia contemporánea: Mónica es una niña, rebelde,
pobre, que se desplaza por las calles entre su barrio y el centro de la ciudad de Medellín
donde vende rosas que representan un amor que no tuvo y que no logra superar su mayor
adversidad, el desamparo, en el que muere.
La joven María en María llena eres de gracia (Marston, 2004) es un caso de fuerza de
voluntad, orgullo y emancipación personal porque aunque ella también es pobre y se
encuentra incómoda viviendo con su familia, se niega a seguir permitiendo que la exploten
en una plantación de flores y se convierte en transportadora de cocaína, como la mayoría de
“mulas” por necesidad económica. Sin embargo, una vez llevada la mercancía a su destino, se
evidencia que su sentido de dignidad es mayor que la ambición monetaria y se queda (aunque
ilegalmente) para iniciar con el hijo que espera una nueva épica de en la cotidianidad. En
Rosario tijeras (Maillé, 2005) obra más espectacular que reflexiva, la trágica suerte de Rosario
la hace víctima de la violencia sexual desde pequeña, cuando es violada y también de joven
cuando es vendida; su entorno cultural en las comunas populares es violento y ella (además
de temperamental) es astuta y arriesgada. De ahí que desarrolle un siniestro y comprensible
sentido de la venganza y la sevicia, que a la postre también la llevan a la muerte.
PVC-1 (Stathopoulus, 2007) es otro caso de violencia contra la mujer, esta vez con mayor
frialdad (pero no menos terror) que no le da a Ofelia (de extracción campesina) posibilidades
de salvar su vida. Vega, en Al final del espectro (Orozco, 2006) es una mujer joven, de clase
media alta, acorralada por sus angustias; Karen llora en un bus (Rojas, 2011), mediante
puestas en escena de teatralidad básica, reivindica a la mujer madura (de clase media alta)
que no tiene penurias económicas, como sí sucede con Mónica y María, ni el entorno
violento de Rosario y Ofelia: no es tan liberal como Ilona, pero tampoco está interesada
en ser manipuladora como Miranda o la abuela. Sencillamente quiere ser autónoma (como
casi todas ellas) aunque también tenga que pasar por las dificultades de todas ellas.
Las mujeres han aparecido también en relación con el desplazamiento, como Paulina en
La primera noche (Restrepo, 2003), continua sus ecos en Retratos en un mar de mentiras (Gaviria, 2010), en la que Jairo acompaña a su prima Marina (una joven que padece secuelas
de la guerra) en el intento de recuperar unas tierras legítimamente heredadas. En La sirga (Vega, 2012), en la que Alicia (otra mujer joven y victimizadas) también se enfrenta al
futuro, esta vez de manera estoica y lejos de los ajetreos de la salvaje civilización. En
Chocó (Hinestroza, 2012), en la que una mujer afroamericana y pobre lucha contra las
adversidades que le marcan esas tres condiciones.
Gamín (Durán, 1977) relata con más crudeza que análisis las audacias y patetismos de
varios niños que viven en las calles de Bogotá. Según se afirma, algunos de ellos han
escapado de sus casas, con lo cual, indirectamente se reivindica la importancia de la familia
y se acusa el deterioro de la misma. Recurriendo al melodrama, El niño y el Papa (Castaño,
1987) relaciona las carencias afectivas de un niño con la fe (al parecer innata) para así
encontrar a su madre, amnésica a consecuencia del terremoto de México (1985). A la salida
nos vemos (Palau, 1986) recrea con nostalgia algunas anécdotas de la infancia escolar en
la ciudad de Cali, bajo la batuta de valores familiares entre provincianos y modernos. En
La vendedora de rosas (Gaviria, 1998) el ritmo de cada plano se corresponde con el de
toda la obra y acompaña a Chinga (un niño precoz) y que resalta la existencia de las niñas
(Andrea, Judy, Cachetes) todas ellas rebeldes, pero contextualizadas en la problemática de
las familias pobres.
Aunque no lo parezca, Los niños invisibles (Duque, 2001) es una comedia política:
entretiene con un humor arraigado en la contravención de la moral confesional de los
cincuentas por parte de unos niños fantasiosos y crédulos. Asimismo, deja ver en el
trasfondo varios contextos culturales como los tiempos de la dictadura rojista, los inicios
de la televisión en Colombia y algunos matices de la violencia social y política. La épica
nacional vuelve a parecer en Los colores de la montaña (Arbeláez, 2010) que destaca en
forma conmovedora el candor de Manuel y Pocaluz, unos niños campesinos aficionados
al fútbol, mientras el conflicto armado pasa por su lado, obstruyendo la labor de una joven
profesora, destruyendo las familias y arrasando con las fincas.
Aparte de los acercamientos que las obras hacen hacia la infancia y la familia, las veleidades
de una familia aristocrática de comienzos de siglo se cuelan en el relato melancólico de El
día que me quieras (Dow, 1986). Las rutinas de la familia de clase media urbana quedan
aludidas mediante los lugares comunes y chascarrillos de Mi abuelo, mi papá y yo (García
y Vásquez, 2005): Óscar flirteando con Elizabeth, Eduardo divorciándose de Myriam y
Rubén buscando a Esperanza. La clase media-media se registró en las frivolidades de
El carro (Orjuela, 2003) y El paseo (Trompetero, 2010), desafinado viaje de la familia
de Hortensia y Alex Peinado hacia Cartagena. En cambio, Paraíso Travel (Brand, 2007)
plantea mayores complejidades en la familia de extracción popular, a través de las torpezas
emocionales de Marlon, quien se deja extraer de su convencional familia por los caprichos
de Reina, quien, a su vez, es parte de una familia disuelta. Con humor mordaz, Nochebuena (Loboguerrero, 2007) se encarga de una aproximación a una familia burguesa sostenida por
la hipocresía y en decadencia económica.
La juventud ha sido un asunto poco explorado por el cine colombiano en forma directa.
No obstante, desde el cine silente es más frecuente encontrar historias que involucran a los
jóvenes, ya sea a través del amor, como en Bajo el cielo antioqueño (Acevedo, 1925) y
Alma provinciana (Rodríguez, 1925); del crimen, como en las obras que aluden al sicariato;
como parte de una familia, como en Mi abuelo, mi papá y yo (García y Vásquez, 2005) o
en Paraíso Travel (Brand, 2007) en la que se observa la relación entre la tenacidad juvenil
y las rupturas familiares: la de la temperamental Reina, quien fue a buscar a Raquel, su
madre alcohólica, y la de Marlon, el joven que madura con los golpes que le depara la
abigarrada Nueva York; o enredados en cualquier otra circunstancia como en los actores
del conflicto. Una de las pocas obras que alude a la juventud directamente es San Antoñito (Sánchez, 1985) sobre un bribonzuelo de la sociedad confesional y pueblerina antioqueña
de finales del siglo XIX. En contraste, Rodrigo D: No Futuro (Gaviria, 1990) explora el
mundo sombrío y sin salidas de los jóvenes de las comunas populares en la urbanizada
Medellín (capital de Antioquia) a finales del siglo XX.
La búsqueda de nuevos horizontes individuales o familiares ha tomado alternativas en
el exilio, como lo intenta el adolescente Adolfo en la comedia Visa USA (Duque, 1986)
aunque después de las tortuosidades del primer viaje de todo provinciano que finca sus
esperanzas de redención social en la capital, no logra ni siquiera la visa; para consuelo
suyo su novia Patricia escapa a la vigilancia de sus padres y ambos (jóvenes pueblerinos)
tan solo encuentran exilio en Bogotá. En La nave de los sueños (Durán, 1996) el sueño
de llegar a Estados Unidos, referente de progreso en la época, sí se realiza. Los seis
polizones (seres desahuciados por la sociedad) llegan a Estados Unidos, quizás porque
tienen más arrestos para relucir sus historias de vida, sus egoísmos y sus solidaridades.
Entre la cotidianidad de una familia y la psicología de un personaje, El séptimo cielo (Fisher, 1999) no deja de ser una historia aleccionadora para quienes deseen emigrar;
aunque la familia de Joselito sobrevive en Nueva York (con conciencia de las dificultades)
él, especialmente susceptible, padece las humillaciones de ser un ciudadano latino y las
nostalgias de estar fuera de su país: en Nueva York no solo hay glamour, también hay
sordidez y violencia.
Aunque al comienzo de su historia no planea emigrar, la personaje principal de María llena
eres de gracia (Marston, 2004) cuando logra el llamado “sueño americano” sí está muy
segura de su propio sueño y también está segura de no continuar empleando su cuerpo para
el narcotráfico, así no sepamos qué haya podido sucederle después de tomar la decisión
de quedarse en USA. Esa emancipación, económica y familiar, en este caso, parecen
haberla alcanzado ya Pastor y Patricia, los dueños del restaurante “Mi Tierra colombiana”,
contrapunto de quienes ingresan para actividades ilegales o de baja reputación. Ellos le dan
empleo y protección a Marlon en Paraíso Travel (Brand, 2007), obra en la que se detallan
cruentas vicisitudes de la travesía para entrar a Estados Unidos y la gama de personajes
neoyorquinos, estridentes, unos, como Roger y la misma Raquel e incluso la Caleña;
providenciales otros, como Milagros, Patricia, Pastor, Giovanny y Hernán. Por otra parte,
en El arriero (Calle, 2009), Ancizar López hizo el doble recorrido de salir de la pobreza
“exportando cocaína” (en este caso a España) y luego renunciar al estatus económico
logrado hasta convertirse en uno de estos personajes aparentemente anodinos, pero que
llevan a cuestas las historia personales con las que se ha tejido la historia.
Muy cerca a la temática del exilio está el de la calle, como en Buscando a Miguel (Fisher,
2007), arrítmico llamado a la conciencia burguesa por medio de la resurrección de Miguel:
un joven político que se ve enfrentado a las miserias urbanas que en vida desconoció y
subestimó. A la inversa del mito católico, Miguel no resucita para ascender al cielo (luego
de haber padecido sufrimiento) sino que llega del cielo en el que vivió para soportar el
mundo de los miserables, quienes, sin embargo, lo redimen. En La primera noche (Restrepo,
2003) ya se habían visto los padecimientos de dos campesinos desplazados que llegan a
la capital, mientras que La vendedora de rosas (Gaviria, 1998) había escudriñado más
que los padecimientos, los intríngulis socioculturales de la vida callejera (especialmente
la nocturna) en la ciudad de Medellín. Y mucho más antes, Gamín (Durán, 1977) había
descrito las peripecias instintivas de los pequeños habitantes de la calle en la Bogotá de los
años setenta.
Hay varias obras cinematográficas centradas en historias de amor, como la melodramática
Bajo el cielo antioqueño (Acevedo, 1925), que destaca al honor de Álvaro y Lina. La
segregacionista Alma provinciana (Rodríguez, 1925), que afianza al clasismo burlándose
de los acercamientos amorosos entre patronos y jornaleros. La sentimentalista Tiempo para
amar (Álvarez, 1980), en el que una monja (la hermana Pili) descubre su vocación por el
amor romántico y carnal. En la estereotipada Una mujer con suerte (Nieto, 1991), María
Elena Sevilla (una cantante, separada) redime su vida matrimonial con Antonio Contreras.
Bésame mucho (Toledano, 1995), obra en la que una mujer malquerida por su esposo se
redime en una pasión intempestiva y poco convincente con un desconocido.
En la mordaz Visa USA (Duque, 1986), la redención se da con el reencuentro de Adolfo
y Patricia en Bogotá, luego que ella se fugó de la casa. En Confesión a Laura (Osorio,
1990), el mismo fenómeno adquiere tonos psicosociales al presentar el encuentro de dos
personas maduras (Santiago y Laura) que rompen las ataduras de los convencionalismos
y se redimen a sí mismos, aún en medio de los motines generados por un magnicidio. En
Diástole y sístole (Trompetero, 1999) tal visión redentora se invierte y el amor resulta un
juego a menudo ramplonamente manipulador entre dos seres anónimos, de los que solo
se destacan sus egoísmos. Terminal (Echeverri, 2000) tiene la característica de presentar
como protagonista a un hombre (Julián) quien entre el estoicismo y la amargura no alcanza
la redención, nunca reencuentra a Mara, mientras que en Malamor (Echeverri, 2003) es el
desenfreno el que condena a Lisa a no alcanzar el amor.
La intimidad, aparte de las obras de Echeverry (Malamor o Terminal) sin dejar de aludir al
contexto sociocultural e histórico, es abordada por Fernández de Soto en Colombianos, un
acto de fe (2004), una alegoría satírica del país y en Cuarenta (Fernández de Soto, 2011),
una reflexión mordaz sobre la sociedad y la mistad. Por aparte, en Sofía y el terco (Burgos,
2012) presenta en una singular historia las veleidades del amor en la tercera edad en un
lugar impreciso en el mundo.
NOTAS
1. Para Chatman (1990), las instancias narrativas son todas las contribuciones individuales y colectivas que propician a la elaboración de la obra como un todo acabado.
2. Ricoeur (2000: 113-168) describe tres momentos de la narración: a) mímesis I o “prefiguración”, en la que el sujeto narrador reconoce las manifestaciones concretas de los componentes de la red conceptual de la acción
que desea narrar; b) mímesis II o “configuración”, en la que el sujeto narrador configura una trama narrativa
combinando imaginativamente a tales componentes; y c) mímesis III o “refiguración”, en la que el lector y,
para efectos de esta tesis, el espectador observa, lee o interpreta la narración elaborada y la contrasta con su
propia identidad.
3. Ricoeur es une autor ampliamente conocido como hermeneuta y es común recurrir a él como estudioso
de los significados del mundo de la vida a través del lenguaje escrito. No obstante, este filósofo establece
una analogía entre el texto escrito y la acción, proponiendo a esta última como un “cuasitexto”, en el que
también se puede registrar y leer el acontecer humano. Este trabajo apropia a las herramientas conceptuales
de Ricoeur para adecuar una metodología de análisis cinematográfico llamada “hermenéutica de la acción”.
4. Aunque Ricoeur (2000) menciona a los caracteres temporales, no los explica claramente. Sin embargo,
en un texto ulterior (ibídem, 2002: 242-256) dedica un aparte a lo que denomina “la iniciativa”, con la
que se puede precisar un poco más el concepto de “caracteres temporales”. Dicha iniciativa consiste en
interrumpir intencionadamente el estado de contemplación y reflexión al que conduce el paso del presente
fenomenológico (el día, la noche, las semanas, los años) y permite pasar del “tiempo del alma” al “tiempo
del mundo”, mediante acciones que configuran al presente cosmológico; en conclusión, la iniciativa permite
marcar caracteres temporales o registros sobre una representación lineal del tiempo. Tales hechos tienen
significado ético o político y algunos adquieren especial importancia histórica que, a su vez, vuelve a la
contemplación y la reflexión sobre el tiempo fenomenológico para enriquecerla.
5. Este paradigma, según su autor, ha resultado del análisis de la estructura de miles de guiones cinematográficos escritos dentro de la industria cinematográfica norteamericana y responde a los hábitos del público. Resulta
interesante contrastar las implicaciones conceptuales de este paradigma, evidentemente operativo, con la
teoría cognitivista de Bordwell (1985), pero también con el “modo de representación institucional” (MRI)
propuesto por Burch (1987).
6. Entidad auspiciada por el Estado colombiano para proteger y preservar al patrimonio audiovisual producido en Colombia. Para el efecto se apoya en la constitución nacional y en la legislación vigente acerca del cine.
7. Aunque en 1915 se había filmado El drama del 15 de octubre, sobre el asesinato de Rafael Uribe pero este no es un largometraje, lo cual no obsta para que no sea una obra significativa en la historia del cine nacional.
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