Hacia un estado de la cuestión de
las
investigaciones sobre
desinformación /
misinformación
Recibido: 31 de agosto de 2012
Aceptado: 29 de abril 2013
Luis
Romero Rodríguez
lrr840@alboran.ual.es
Universidad
de San Martín de Porres
(Perú)
Palabras
clave:
Desinformación, manipulación informativa, opinión pública, comunicación
social, periodismo, comunicación masiva.
Abstract: The concepts of disinformation and misinformation have almost as many
meanings as the number of authors
who have treated them. Considered from the semiotic and psychological point of
view, disinformation and misinformation seem to be the result of the inadequacy
of what is communicated to the reality of an object. The focus of both
Political Science and Public Relations is set on disinformation /
misinformation as an example of how masses and public opinion can be manipulated,
while the vision of Communication Sciences and Information considers such
behaviours as natural features of the media in a clearly oversaturated
communications ecosystem. This paper describes the different approaches to the
topic of disinformation/misinformation made in the above mentioned scientific
disciplines.
Key words: Disinformation / Misinformation, Manipulation, Public Opinion, Social Communications,
Journalism, Mass Communication.
1. Introducción
El presente trabajo plantea una aproximación crítica a los estudios sobre la desinformación desde una
perspectiva pragmalingüística y a las diferentes definiciones, enumeraciones y
clasificaciones de las estratagemas de desinformación. De esta manera, se podrá
contar con un claro punto de partida para futuras investigaciones sobre una
cuestión tan patentemente sentida en nuestros tiempos.
Aunque el término desinformación es relativamente reciente, hay referencias del uso de esta técnica ya en los
tiempos antiguos de nuestra cultura. En cuanto al vocablo mismo, no se
atestigua hasta 1949, aunque ya se apunta en diversas teorías de la
comunicación y la propaganda, sobre todo a partir de los años 20, con la
escuela funcionalista de Lasswell (1971), los avances de las Relaciones
Públicas en la obra de Bernays (1928) y la aplicación de técnicas de “propaganda
negra” de Joseph Göebbels (ápud Doob,
1950).
El Diccionario de la Real Academia Española (2001)
define el término “desinformación” como “acción y efecto de desinformar” y, en
la segunda acepción, como “falta de información, ignorancia”. Sin embargo, las
cosas se complican cuando de delimitaciones científicas se trata. Uno de los
grandes debates que se han suscitado acerca de la ontología de la
desinformación parte de las investigaciones de Floridi (1996, 2005 y 2011) y
Fallis (2009 y 2011) que analizan la desinformación como un producto que
pudiere ser, convertirse en o provenir de una acción informativa, tanto
semántica como gráfica.
Para Floridi (2011: 80), la veracidad es elemento
existencial sine qua non para que un mensaje sea informativo. Por este motivo,
no considera que la desinformación sea una variedad de la información, postura
compartida por Dretske (1981: 45-46), Grice (1989: 371), Frické (1997: 887-890)
y Fallis (2011: 201-214 y 2009: 3-7). Los citados autores consideran que un
acto comunicativo, independientemente de la voluntad del emisor, podría
convertirse en desinformativo si contiene la intención de engañar, si los datos
son falsos y si el receptor considera que se trata de un contenido verdadero,
razonable y lógico. Esto lleva incluso a postular que la desinformación es un
subproducto informativo.
Esta discusión, lejos de ser baladí, contiene un primer problema que los esfuerzos teóricos
multidisciplinarios (tanto de lingüistas como de comunicadores, psicólogos,
sociólogos y filósofos de la información de escuelas norteamericanas, alemanas,
francesas y españolas) han intentado dilucidar en diversos trabajos de
investigación: aunque se mantienen ciertos conocimientos empíricos sobre el
tema, no se ha logrado unificar la propia esencia de la palabra, su contexto,
su pragmalingüística y aplicaciones a través de los conceptos que cada ciencia
trae a escena.
Como han puesto de manifiesto López (2004) y Romero (2012a y 2012b), el concepto actual de desinformación prefiere no usar el prefijo “des-” como relación inversa a la acción que la precede o en relación negativa con el verbo “informar”. Antes bien, se busca establecer una correlación estructural: el actual ecosistema comunicativo, globalizado, hipertextual, saturado y socializado (a la vez en interacción con la propia metamorfosis y mediamorfosis del modelo del periodismo y el ecosistema comunicativo que busca subsistir) hace que sea imposible informarse sin, a la vez, quedar desinformado.
Por tal razón, al estar ubicados en un espacio-tiempo de morfogénesis y de mediamorfosis, son los conceptos los que
deben cambiar en relación a la práctica y no al contrario. Todo contenido
informativo viene a la vez en su propio seno, con una carga de desinformación,
de interrelación de tecnología, comunicación y sociedad. Se convierte al
usuario/autor a la vez en usuario/difusor, usuario/receptor. Se multiplican los
espectros de las propias (des)informaciones de los medios tradicionales, sumado
a las diversas y heterogéneas interpretaciones y lecturas transversales que
cada cual le da a una “información”, que impactan evidentemente en la exégesis
colectiva, es decir, en la capacidad social de reinterpretar una información de
manera crítica y objetiva.
Esta
situación, con exigencias mayores equitativas a la amplitud del nuevo
“círculo social” (combinada con las mismas necesidades
propias del individuo, su contexto dinamizador y su nivel de
actividades)
generan en él una sobresaturación de informaciones, caldo de cultivo
propicio
no sólo para estar desinformado de todos los espectros de la realidad
para la
toma de decisiones (Romero, 2012a y 2012b), sino impregnado de su
propia
identidad y con sentido acrítico sobre su entorno (Gergen, 1992)
llegando
incluso a la indefensión ciudadana y al aislamiento cognitivo (López,
2004).
Ya acercándonos a la idea que todo acto informativo contiene en sí su propia acción desinformativa, Karlova (ápud Karlova y Lee, 2011) entra en la discusión analizando el caso
contrario, esto es, si un acto desinformativo puede a la vez ser informativo.
Aunque ya antes hicieron algo así Fox (1983), Buckland (1991) y Fallis (2009:
3-7), Karlova establece que la objetividad existe independientemente de la
visión subjetiva de los emisores o fuentes de información, por lo que la
desinformación, al no ser el traslado objetivo de la realidad (como tampoco lo
es enteramente la información) puede ser informativa siempre y cuando las
situaciones de cambios objetivos en el sujeto o la acción sobre la que se
intenta hacer referencia, cambie y se convierta en una realidad objetiva.
2. Objeto de la investigación
Se busca en este artículo realizar una revisión exhaustiva de los
diferentes textos y publicaciones que han tratado la desinformación
desde las ciencias sociales. El objetivo es precisar los antecedentes
del
estudio científico de la materia y señalar áreas en las que no se hayan
encontrado desarrollos exhaustivos.
El interés surge por la posible demanda de la sociedad en conocer el
grado de penetración que tiene el fenómeno de la desinformación en nuestro
acontecer diario. No podemos sustraernos al hecho de que vivimos en un momento
histórico caracterizado por una interacción comunicativa más compleja, un
ecosistema comunicacional saturado, un auge en el uso de las redes sociales y,
en fin, cierta crisis informativa y de los medios de comunicación que podrían
ser caldo de cultivo para un incremento de la presencia de desinformación en
nuestro hábito de consumo cotidiano.
3. Metodología
Se adoptará una visión historiográfica de los estudios de la desinformación, sin descuidar otros que,
por ser previos a la formalización de su definición operativa, manifiesten
posturas acerca de la manipulación social, la tergiversación informativa y las
estrategias discursivas del engaño. Esta perspectiva se completará con
investigaciones que desde las ciencias sociales hayan tratado el tema en
cuestión.
Hay que advertir que las conclusiones de las ciencias sociales, lejos de resultar infalibles y exactas,
no pueden considerarse un marco de resultados estrictos y fieles, por lo que
este análisis de fuentes documentales no se centrará en la búsqueda de errores
materiales ni en la crítica de los diversos autores contemplados. Antes bien,
escudriñará en las diversas obras para ubicar un subárea del estudio de la
desinformación que puede no haber sido tratada con la amplitud suficiente,
verbigracia, en el análisis pragmático de las estrategias de desinformación y
en su clasificación.
Rizo (2009: 16) ha referido que el común sentir de la perspectiva académica asume que la comunicación es un
objeto de estudio de sus propias teorías, las cuales han generado algunas
aristas que componen el propio proceso comunicativo. En este sentido, la
comunicación se nutre y toma por propias explicaciones y aproximaciones de sus
fenómenos desde ciencias como la física, la semiótica, la sociología, la
psicología, la política y la economía. Así, se entiende que algunas corrientes
de estudio confieren a la comunicación un carácter de ciencia impropia e
indemostrable. No obstante, conviene indicar que la indemostrabilidad no
implica necesariamente la inexistencia.
Cualquier teoría que se aprecie en cualquier campo
de conocimiento, sobre todo en las ciencias sociales, será insuficiente para
explicar sus propios fenómenos íntegramente, por lo que ese carácter ficcional
de la comunicación (que no permite alcanzar una realidad objetiva) no debe verse
como una negación de su propio carácter científico, sino como muestra de su
carácter eminentemente social, que ubica su objeto de estudio en la dinámica
concurrente y en los cambios continuos de las interacciones y las
construcciones teóricas y pragmáticas.
De esta manera, es la Comunicación la piedra
angular epistemológica del presente estudio, un estado de la cuestión y marco
referencial idóneo para identificar oportunidades de investigación acerca de la
desinformación que no hayan sido tratadas con suficiente profundidad. Con la
pertinencia, suficiencia y objetividad de la fuente como criterios prioritarios
de la selección de material, el trabajo será de deducción apoyada en la
localización, catalogación y revisión documental.
La posición epistemológica asumida en el desarrollo del presente artículo está vinculada a un paradigma
explicativo-cualitativo que busca ejercer una labor de aproximación teórica de
un fenómeno semiótico, comunicativo y social incrementado con el actual
ecosistema comunicativo. La selección del corpus
y la recogida de datos se ajustará a la suficiencia y pertinencia de la fuente
informativa y será catalogada la perspectiva historiográfica por el abordaje Whig, ofreciendo una mirada anacrónica
sobre el pasado en permanente referencia al presente y su contenido teórico
(Butterfield, 1931).
La hipótesis de partida de la presente investigación es la necesidad científica de hacer una lectura crítica al discurso como mensaje descendente desde el podio del poder (académico, político, económico o mediático) hacia la sociedad. Los estudios de desinformación, si bien han sido tratados desde la perspectiva de su filosofía, ontología, epistemología y crítica, no han tenido mayor desarrollo científico en precisar las estrategias pragmalingüísticas más comunes en el campo. Esto quiere decir que el interés académico se ha centrado en darle un concepto válido a la luz de diversas escuelas de pensamientos y disciplinas, mientras que se ha podido dejar de lado el análisis y la tipificación de las estratagemas de desinformación más comunes.
5. Una visión historiográfica sobre la desinformación
La palabra desinformación y su primigénesis conceptual parecen provenir de la inclusión del término Dezinformatsia (дезинформация) en la primera edición (1949) del
Diccionario de la Lengua Rusa (Словарь русского языка) definida esta como la “acción
de inducir a confusión a la opinión pública mediante el uso de informaciones
falsas”. Sin embargo, aunque el uso del término es de reciente data, la
práctica común de lo que la define es mucho más antigua. Así puede verse, no ya
sólo en la propia historia universal, las literaturas clásicas o los milenarios
textos chinos, sino también en la obra de Lenin ¿Qué hacer? (1902), en la que proclama la importancia de la
propaganda, la agitación y el engaño como elementos integrales de la estrategia
comunista. Ya para 1972, el término desinformación había sido incluido en la
Enciclopedia Soviética, para referirse a noticias falsas, engañosas y
deformadas. En el Petit Larousse de
1982, se le añadió a la definición los conceptos de la omisión, el silencio y
la censura (Rivas, 2005).
En una obra tan antigua como la Odisea,
atribuida al poeta Homero y quizás escrita en el siglo VIII a. C., se menciona
en los cantos VIII y XI, la historia de un caballo gigante de pulimentada
madera, construido por Epeo con ayuda de Atenea. Oculto en su interior, un
grupo especial de guerreros a las órdenes de Odiseo esperaba su momento. Cuenta
Virgilio en la Eneida cómo los
troyanos deciden introducir el caballo en la ciudad después de prestar oídos a
las mentiras de Sinón (Verg., Aen.
II, 69 ss.) y de comprobar los portentos que acontecen a Laocoonte (Verg., Aen. II, 199-227), el sacerdote que se
había dado cuenta del engaño y había intentado denunciarlo (Verg., Aen. II, 42-49; Pabón, 2006: 29-33). Es
una referencia literaria de las tácticas militares de desinformación y engaño.
El diálogo Politeia (La República), de Platón, ya hablaba de
la mentira piadosa como base fundamental de las estructuras del poder del
Estado. Apunta que los gobernantes nacían con oro en las venas y destinados a
gobernar, pero también algunos campesinos y obreros estarían predestinados a
ascender. Aunque revista forma de mito, o quizá por eso mismo, se formula como
una mentira noble que obliga a los súbditos a aceptar una superioridad natural
de la élite gobernante al tiempo que fomenta que esta se crea mejor que los
súbditos. Nos encontramos, pues, con engaño revestido de relato moral (García:
2004).
Aunque de más reciente recepción en nuestra cultura, El arte de la guerra,
tratado seguramente redactado entre los siglos VI y IV a. C. y atribuido a
Sunzi (Sun Tzu), podemos leer que: “el principal engaño que se valora en las
operaciones militares no se dirige sólo a los enemigos, sino que empieza por
las propias tropas, para hacer que le sigan a uno sin saber adónde van” (ápud Ramírez, 2006: 33-34).
El controvertido capítulo XVIII de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo
(1532), recomienda al príncipe mostrarse de acuerdo con los valores que
desprecia (sobre todo con la paz y la fe). Así, se adapta a las exigencias del
vulgo, cuya ignorancia y simpleza en cierto modo justifica que se le engañe (ápud Catalán, 2009: 15). En ese mismo
capítulo se lee: “Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las
necesidades del momento que quien engaña encontrará siempre quien se deje
engañar” (ápud García, 2004: 92).
Posiblemente, es una manera de señalar la importancia de la manipulación y el
engaño en la propia razón de Estado, lo que nos acerca a un sentido moderno de
la desinformación.
En 1534, el reformador radical germano Sebastian Franck publicó en sus Paradoxa
el aforismo Mundus vult decipi (“El
mundo quiere ser engañado”). La formulación va a aparecer amplificada por Carlo
Caraffa, cardenal de Nápoles: Populus
vult decipi, ergo decipiatur (“El
pueblo quiere ser engañado, luego engáñesele”), según cuenta Catalán (2009: 13). Aunque no es aplicable a la
desinformación política, no podemos por menos que recordar la presencia de esta
imagen del vulgo maleable y engañable en El
arte nuevo de hacer comedias, con
su famosa formulación:
“y, cuando he de escribir una comedia,
encierro los preceptos con seis llaves;
saco a Terencio y Plauto de mi estudio,
para que no me den voces (que suele
dar gritos la verdad en libros mudos),
y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron,
porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto”.
Son contextos en los que bien podemos rastrear el uso de técnicas de engaño desde las élites gobernantes y
culturales de esta época.
En pleno apogeo de la Ilustración, el músico y literato alemán Christian Schubart escribió la canción
Die Forelle (“La trucha”) mientras
estaba preso en la fortaleza de Asperg en 1775 por una polémica revista en
contra del régimen político y del estamento eclesiástico. Puede entenderse como
una crítica al manejo informativo de la época, disfrazado en las metáforas,
parábolas y recursos literarios. Citamos el texto traducido:
“Mientras el agua siga clara
y no se enturbie, pensé,
no podrá coger a la trucha
con su anzuelo.
Finalmente, el ladrón
se cansó de esperar.
Pérfidamente enturbió el arroyuelo
y, antes de que pudiera darme cuenta,
la caña dio una sacudida
y el pececillo quedó atrapado.
Yo con la sangre alterada,
vi la presa engañada”.
El texto nos ofrece un buen ejemplo del vital interés que las élites del poder de los tiempos de la Ilustración depositaban
en la desinformación y el engaño, si tenemos en cuenta que el autor fue preso
por sus escritos críticos contra el absolutismo alemán y por la denuncia que
hizo del declive del ducado de Württemberg. Expone metafóricamente que, si el
contexto de la información es transparente, es imposible lograr que por sí
misma logre su función desinformativa, mientras que ocurre lo contrario cuando
el entorno de comunicativo no deja ni atisbar sus fines.
La disertación titulada ¿Es útil para los hombres ser engañados? (Marqués de Condorcet,
1790) se opone con rotundidad a la llamada “mentira noble”, esto es, el derecho
del gobernante a mentir al pueblo en bien de este (ápud Catalán, 2009: 12). Se contrapone, así, a mentalidades como
las que advertíamos en los textos antes revisados de Platón o de Maquiavelo. Si
nos fijamos en su contemporáneo Johann Wolfgang von Goethe, contraria visión
nos ofrece el epigramático Lug Oder Trug
(“Mentira o engaño”) contenido en sus Römische
Elegien (1795). Ahí se nos señala que la acción del engaño de las élites
discursivas era un mal menor e incluso necesario:
“¿Debe engañarse al pueblo?
Desde luego que no.
Mas si le echas mentiras,
mientras más gordas fueren,
resultarán mejor”.
Incluso hasta inicios del siglo XX, los gobiernos y las élites del poder no necesitaban sumirse en grandes tácticas de
desinformación. La propaganda y el uso de mentiras eran más simples porque,
generalmente, el flujo comunicativo era directo de élites a súbditos. De hecho,
antes del período de revoluciones en Francia y América, el analfabetismo era la
regla, y el control de las obras literarias y académicas (a través de la
censura y la quema de libros) era habitual. Combinado esto con la represión a
la que se sometía a quienes divulgaban cierto nivel de conocimientos más allá
del convencional (teológicos, metafísicos o científicos) bien podemos ver que
las élites mantenían la información para sí mismos y retiraban los remanentes
de la palestra pública (DPProgram, 2010).
De hecho, hasta la Revolución francesa, los regímenes se caracterizaban por una ausencia total de libertades
individuales, por lo que los gobernantes no necesitaban informar a los súbditos
(no considerados ciudadanos) acerca de la acción de gobierno, mientras que la
modernidad se comienza a definir por el desarrollo de las tecnologías de la
información a la vez de la instauración de las democracias en el mundo
occidental, por lo que es a mediados del siglo XIX cuando oficialmente comienza
a gestarse la prensa escrita, aún cuando la imprenta se había inventado 400
años antes.
Luego de las revoluciones y en el nacimiento de la era industrial, la multiplicidad de imprentas y la paulatina
reducción del analfabetismo comenzaron a crear una batalla política en la
celulosa impresa. La titularidad de un medio de comunicación daba a un partido
o a una persona poder político y económico suficiente para controlar cierta
parte de la población. Con la llegada de la radiodifusión (1920), el
analfabetismo ya no era una limitante para estar (des)informados, mientras que
la presencia de los medios se hacía más común en cada rincón de nuestro planeta
(Moragas, 1985).
En 1923, Edward Bernays, teórico y pionero de las Relaciones Públicas y del spin1
(ápud Stauber y Rampton, 2001: 27), relató en Crystallizing Public Opinion que la opinión pública es moldeable y
manipulable siempre que el producto o concepto le parezca atractivo a la audiencia. En otro de sus trabajos, Propaganda,
comparaba la opinión pública como un “rebaño que necesita ser guiado porque es
susceptible de acoger liderazgos”, con el fin de “controlar a las masas sin que
estas lo sepan” (Bernays, 1928: 4). El mencionado autor comprendía que quienes
manipulan el mecanismo oculto de la sociedad constituyen un gobierno invisible,
un verdadero poder: “Somos gobernados, nuestras mentes moldeadas, nuestros
gustos formados, nuestras ideas sugeridas mayoritariamente por hombres de los
que nunca hemos oído hablar [...] son ellos los que manejan los hilos que
controlan la opinión pública” (ibídem:
4-7).
De 1933 a 1945, Joseph Goebbels fue Ministro de
Propaganda e Información del régimen nazi. A su cargo tenía el control absoluto
de todos los medios de comunicación, en los cuales no sólo era evidente la
exaltación personalista de Hitler, sino ciertas estrategias para la censura y
el control de la información, revisadas con detenimiento por Leonard W. Doob en
su “Goebbels’ Principles of Propaganda” (1950). En ese artículo, se analiza la
mecánica de diecinueve principios de propaganda y de desinformación,
tipificando las directrices de las acciones persuasivas y disuasivas del
régimen nazi hacia la opinión pública.
1 Término anglosajón que no tiene
traducción actual al castellano y que refiere a un conjunto de técnicas de
propaganda en las cuales se presenta una interpretación distinta a un hecho a
favor o en contra de una determinada organización o figura pública (Roberts, 2005).
La técnica del spin si bien tiene una
lectura real de un acontecimiento, usualmente se maneja con tácticas de
manipulación de comportamiento de la opinión pública, presentando dichos hechos
de manera creativa o con un giro de lectura diferente.
La Escuela marxista de Frankfurt, en especial Herbert Marcuse (1964:
284) con El hombre unidimensional, advierte que los medios
generan una alienación del hombre hacia el
consumo y utilizan el poder para afianzar su statu quo con el fin de desviar la atención de los ciudadanos de
las preocupaciones que verdaderamente afectan sus vidas (ibídem: 101). Más adelante, en la tercera generación de la misma
escuela, Habermas (1981) no considera a los medios de comunicación como una
extensión del poder, ya que la instancia periodística acude a él como ente
externo, atravesando todo proceso comunicativo por una lógica de incompletitud
y de dislocación semiótica, por lo que la independencia de los medios es más
una circunstancia de lógica por el mismo contexto de la reinterpretación de los
significados por parte de los receptores, actuando como racionalidad colectiva
o pragmática trascendental y no como multiplicidad de sujetos e
interpretaciones.
De esto se colige que los medios, lejos de actuar como una subforma del poder, proceden en tercera persona, es decir, como un
sujeto ajeno a este que a la vez es fragmentario si no toma al primero en
consideración, y que se debe entender al poder y a los medios como dos entes
que se complementan pero que ninguno está subrogado al otro, incluida la propia
capacidad de reinterpretación de los códigos por cada uno de los receptores que
conforman la audiencia.
Desde 1969, Herbert I. Schiller venía analizando las estrategias
utilizadas por los mass media para manipular la opinión pública.
Haremos especial referencia a sus Mass
Communications and American Empire (1969) y Mind Managers (1973). En estos trabajos, hace referencia a lo que considera tres mitos institucionales: la
propiedad privada, la neutralidad y el pluralismo de los medios de
comunicación, uniendo estas reflexiones con la ausencia de análisis de los
conflictos sociales y el incremento de emociones humanas que demandan cierto
tipo de información. Se sustituyen, así, contenidos de importancia social por
banalidades que, al final, responden al propio clamor popular de
entretenimiento (Schiller, 1969 y 1987). En esta perspectiva, se comienza a
considerar que la sobresaturación informativa puede generar una escotomización
social y, por ende, una anomia frente a las actitudes y acontecimientos que
pueden afectar nuestras vidas.
En Occidente, el término desinformación fue incluido oficialmente en un informe gubernamental por primera vez en el Special Report No. 88 de la Oficina de
Asuntos Públicos del Departamento de Estado de los Estados Unidos de
Norteamérica (1981), titulado Forgery,
Disinformation, Political Operations, en el cual se lee que existían “medidas
activas del bloque soviético para desacreditar y debilitar la imagen de Estados
Unidos y otras naciones”, entre las cuales se enumera la propia desinformación2.
2 En agosto de 1986, el
Departamento de Estado de Estados Unidos emite otro documento denominado A Report on Substance and Process of Anti-US Disinformation and Propaganda
Campaigns, en cuyas conclusiones se
expone que la “Unión Soviética y sus aliados mantienen esfuerzos de diplomacia
pública que incluyen un persistente programa de desinformación y engaño para
desacreditar la imagen de los Estados Unidos y evitar que sean cumplidos los
objetivos de la política exterior estadounidense” (United States Department of
State, 1986: iii).
5.1. Los
debates contemporáneos sobre la filosofía de la desinformación
Distintos autores le han intentado dar una demarcación epistemológica y filosófica al término
desinformación. Debemos empezar advirtiendo que los investigadores
estadounidenses y franceses han separado la desinformación culposa o por error
(misinformation, mésinformation) de la que se presenta con premeditación y dolo (disinformation, désinformation), con lo que han delimitado dos campos de estudio
distintos cuya diferencia se basa en
la preterintencionalidad del agente desinformante.
Un primer grupo de académicos, entre los que figuran Shultz y Godson (1984), O’Brien (1989), Fallet (2001), Fraguas de Pablo (1985), Martínez (1987), Jacquard (1988), Stahl (2006), Gackowski (2006), Bednard y Welch (2008) y Saariluoma y Maksimainen (2012) consideran que la desinformación no es de ninguna manera un subproducto de la información y que la propia tergiversación informativa depende de la voluntariedad del emisor. La mayoría de estas obras realizan estudios pormenorizados de las estrategias de engaño y tergiversación informativa del bloque soviético durante la Guerra Fría o parten de esos análisis para redefinir el asunto, por lo que es normal que se confunda en ellas el concepto de desinformación con el de contrainformación, ya que el uso consuetudinario y continuo de la palabra, así como la propia definición inicial de la misma, puede llevarnos a entender que desinformación es sinónimo de manipulación informativa, mientras que la tergiversación es voluntaria.
Guy Durandín (1995: 8) define la desinformación
como un conjunto organizado de engaños en una era en que los medios de
comunicación masivos se encuentran enormemente desarrollados. Para él, hay que
analizar seis elementos: a) la
diferencia entre conocimiento, realidad y discurso; b) la intención de engañar; c)
los motivos que la causan; d) los
objetos sobre los que recae; e) los
destinatarios; y f) los métodos que
utiliza.
Durandín parece ser el primer autor que dedica sus esfuerzos a clasificar las tres acciones primarias que
pudieren considerarse desinformativas (y que comportan tanto acciones como
omisiones) a saber: a) eliminar
elementos o silenciar la totalidad de la información (omisión voluntaria o censura);
b) alterar informaciones
(manipulación informativa); y c)
inventar acontecimientos.
Lingüistas como Teun Van Dijk (2006) o James F. Klumpp (1997) han dado un tratamiento exhaustivo a la ética
del discurso en función de su legitimidad. El primero esgrime que la
manipulación y la desinformación se entienden en términos de abuso de poder por
las élites simbólicas que tienen acceso preferencial al discurso público
(políticos, académicos, periodistas, entre otros) y manipulan el pensar
colectivo en favor de sus propios intereses mediante una compleja triangulación
de discurso, cognición y sociedad, para ejercer una influencia ilegítima sobre
la opinión pública (Van Dijk, 2006: 49-74). Por su parte, Klumpp (1997:
119-121) refiere que el lenguaje se asume en la desinformación como una sombra
de la realidad que se expresa, siendo el rol de la retórica manipular esa
sombra para transmitir el resultado subyacente de lo que no puede ser
directamente observado, interviniendo así en las subsecuentes acciones sociales.
Un segundo grupo de autores, entre ellos Fox(1983), Loose (1997) o Karlova (Karlova y Lee 2011; Karlova y Fischer, 2012),
consideran la desinformación como una especie de información que puede ser
falsa, ambivalente, vaga o ambigua, pero que a la vez puede resultar
informativa. De hecho, Fox (1983), uno de los pioneros contemporáneos en el
estudio de la filosofía de la desinformación, sostiene que la información no
necesita ser cierta para ser catalogada como tal.
Karlova y Lee (2011: 4) exponen en la siguiente tabla, que presentamos traducida, un resumen de las características de la
información (misinformation) y la desinformación (disinformation):
Un tercer grupo de investigadores contemporáneos, entre ellos Isralson (1988), Rivas Troitiño (1989), Galdón López (1994) y
Canevas (2006), exponen que la desinformación es un fenómeno que obtiene su
relación de causalidad directamente del manejo periodístico de la información o
del incumplimiento de normas éticas o lingüísticas en su ejercicio.
Refiere
Rivas Troitiño (1989: 79) que el contenido desinformativo puede ser
causado tanto por intencionalidad o error en la fuente
como por silencio, por lo que el destinatario recibe, en consecuencia,
un
producto informativo incorrecto, incompleto o inexacto. Rivas clasifica
el
contenido desinformativo en:
•
Para-información:
Aquella proveniente de gabinetes de Relaciones Públicas y publicados como noticias.
•
Pre-información:
Aquella que no ha sido contrastada o confirmada.
•
Intra-información:
Producto del análisis de acontecimientos y otras informaciones.
•
Sub-información: Que llega a la audiencia de forma incompleta o defectuosa.
•
Súper-información o sobre-información:
Exhaustiva o de opulencia comunicativa.
•
Pseudo-información:
Engañosa, irrelevante pero igualmente publicada.
•
Contra-información:
Que ataca frontalmente otra versión de un acontecimiento.
Galdón López (1994) considera a la desinformación como un efecto causal-fenomenológico de la realidad del
modelo de periodismo actual, con su idolatría de la actualidad y su lógica de
incompletitud informativa, lo que lleva a la omisión de la información esencial
y a la primacía de las opiniones dentro del modelo periodístico.
Por último, un cuarto grupo de estudiosos del tema de la desinformación, entre ellos Sampedro (2001), López
(2004) o Romero (2011, 2012a y 2012b), consideran que la desinformación es
estructural e inherente a la propia información, por lo que es imposible
informarse sin a la vez quedar desinformados. En palabras de López (2004): “Hemos
llegado a una situación en la que la información coincide con la
desinformación, vivimos en una época de la no-información”, razón por la que la
aldea global con todas sus características tecnológicas deja a los ciudadanos
más desinformados que nunca.
5.2. La
naturaleza desinformativa de los medios de comunicación
La característica mercantil de los medios de
comunicación privados, y política de los medios públicos, no está muy alejada
de las realidades de cualquier medio de producción, en el que una empresa
manufactura un producto que circulará por un canal de distribución hasta llegar
a un consumidor. Al menos así ha sido analizado por Rodrigo Alsina (1995 y
2001) en un trinomio de producción, circulación y consumo con el que identifica
la preexistencia de condiciones político-económicas que determinarán el enfoque
de la industria comunicativa y, por ende, su producto, sus estrategias
discursivas y sus potencialidades tecnológicas. Habla también de una situación
precomunicativa de la audiencia receptora que determinará la propia penetración
e injerencia de las ideas expuestas por estos medios en la opinión pública (ibídem). Parafraseando el título del
primer capítulo de Understanding Media:
The Extensions of Man (1964), el estudio más influyente de Marshall
McLuhan, un medio de comunicación bien puede ser un vehículo de pensamiento,
pero también puede ser el conductor del mismo (McLuhan, 2003).
En el caso de los medios de comunicación, que dependen de personalidad jurídica de carácter público, la
diferencia radica en que predominarán las condiciones políticas por sobre las
económicas. Sin embargo, Rodrigo (1995, 2001) intenta demostrar con su teoría
que existen unas circunstancias precomunicativas claras que definirán
lógicamente el enfoque informativo de cada medio.
Como con anterioridad se ha reseñado, el tratamiento que se le da a las informaciones a través de los
medios de comunicación (en especial la prensa, la radio y la televisión) en la
influencia de su propia mediamorfosis y cambios en el propio ecosistema
comunicativo, viene a coexistir con un modelo de periodismo banalizado, un
círculo vicioso de oferta y demanda informativa, de prelación del
entretenimiento sobre el objetivo de informar o, incluso más importante, de
educar, de carencias de pluralismo, de aumento del interés interpretativo u
opinativo sobre la propia necesidad investigativa, y lo hace recaer en un “periodismo
de la no información” (Ortega, 2006: 17).
El problema planteado por Ortega (ibídem: 15-50), atendiendo
evidentemente a las características actuales de los medios de comunicación
masivos, es el incremento
La
industria de la comunicación, buscando entonces la máxima rentabilidad,
apuesta por la producción masiva más que por la calidad
de los contenidos y genera de esta forma “productos enlatados” para un
consumo
de abundante audiencia. Mas de Xaxás (2005:
42) expone la situación, refiriendo
que “el secreto del progreso siempre ha sido producir más, mejor y más barato.
Esta lógica aplicada en la realidad de un medio de comunicación, garantiza lo
más rápido y más barato a costa de lo mejor, es decir, del rigor y, en última
instancia, de la honestidad”. Asimismo, asevera que “las noticias cada día se
parecen más a la comida basura: son apetitosas, baratas, rápidas y fáciles de
conseguir. Al tragarlas uno tiene, incluso, la sensación de estar haciendo algo
muy positivo por su cuerpo y su mente”.
Chomsky y
Herman (1990: 69) afirman que el modelo de los medios de comunicación masiva
actúa como activo propagandístico a través de varios filtros, entre los que
destacan:
a) el tamaño, la concentración de
propiedad y orientación de las empresas dominantes; b) la publicidad como fuente de ingresos; c) la dependencia de los medios hacia el gobierno y/o las empresas;
y d) la acción de los grupos de
presión sobre los periodistas. A este respecto, es menester relacionar lo
dispuesto con la realidad de los medios, que en su mayoría (sobre todo en
países industrializados o en vías de desarrollo) pertenecen a grupos
multimedia, sociedades mercantiles internacionales cuyo producto en venta es la
información. De acuerdo con Muchielli y Thuiller, el hecho de que el Estado
otorgue concesiones de explotación de ondas/espacios, que son bienes escasos y
determinados, desemboca irremediablemente en concentración y centralización,
por lo que se recae en una asimetría evidente para los medios independientes,
locales o menos transnacionales (ápud
De Bustos, 1993: 101).
Lo que viene a ocurrir entonces con la concentración multimedia es un
efecto desinformativo, propio del ecosistema comunicativo actual, el denominado
efecto ventrílocuo: “un solo dueño,
múltiples voces” (Arráez, 1998). Esto podría dar lugar a la unificación de
criterios informativos y de programación, aun cuando las líneas editoriales
parecieren disímiles, por lo que la multiplicidad de canales u opciones no
precisamente es un factor determinante del pluralismo informativo, ideológico o
de la libertad de expresión, sino pudiera ser reflejo directo de una mayor
concentración empresarial de la titularidad de esos medios.
5.3. La sociedad como víctima
propiciatoria de la desinformación
La dimensión social cobra un papel primordial en la eficacia de la desinformación bajo la estructura que presupone que toda manipulación del mensaje público de difusión masiva es una aberración y un abuso de poder de aquellos que tienen (sea por autoridad, por poder o por credibilidad) acceso al podio discursivo social para ejercer una influencia ilegítima sobre la propia opinión pública. Así, el estudio de la desinformación debe iniciarse a través del examen conductual de las élites simbólicas que pudieren manipular el pensar colectivo en favor de sus propios intereses (Van Dijk, 2006).
Ser parte, entonces, de un principio en el que el
ser humano necesita explicaciones para entender su propia realidad y las
institucionalizaciones de realidades compartidas y socializadas (Searle, 1997:
49; Watzlawick, 1979: 32), lo que se une a una necesidad de las élites
simbólicas de ejercer un control discursivo que, desde las primeras teorías de
la comunicación y el despertar del interés académico, en la primera mitad del
siglo XX, le ha otorgado a la comunicación la capacidad de atender bajo su
disciplina las estructuras de la “sociedad de control” (Lasswell, Dwight y
Lazarsfeld) desde la planificación de la propaganda bélica de las dos guerras
mundiales hasta la redacción de géneros informativos actuales.
Esa estructura de información mesurada se aleja en parte de ser una expresión clara de la realidad y se
convierte en selección prudente de una agenda pública bajo la triangulación de
tres elementos fundamentales del estudio comunicativo: discurso, cognición y
sociedad (Van Dijk, 2006: 22), en el que se necesita un enfoque analítico
discursivo y semiótico porque la mayoría de los contenidos desinformativos se
difunden mediante texto, palabra hablada o imagen y, a la vez, dependen de un
proceso cognitivo de interacción poder-súbditos (de acción discursiva) y de una
sociedad cada vez más incapaz de acceder a datos privilegiados por sí mismos,
lo que genera una ávida demanda de información para entender sus propias
realidades compartidas a través de intermediarios.
El panorama de la dimensión social exige, entonces, que una minúscula parte de la población tenga acceso
privilegiado a fuentes de difusión de información (como medios de comunicación,
actos parlamentarios o textos académicos) por lo que el resto generalmente son
receptores pasivos e inertes del mensaje. Esta interacción (caldo de cultivo propicio
para la desinformación) resulta legítima por su naturaleza, ya que es la propia
sociedad quien le otorga el poder de acceso al podio discursivo a esa élite
simbólica. Esta es, a la vez, ilegítima por sus efectos, debido al ejercicio
continuo de un poder lineal descendente que busca que los receptores actúen de
una manera distinta de cómo lo harían con una información veraz (Romero, 2011:
8).
Esta arista social ha tomado cierto interés en el
campo académico, no sólo en el que se basa en las teorías críticas o marxistas
de la comunicación de Adorno, Horkeimer o Habermas, sino también en el que
trata el creciente control y disminución de la competencia por el flujo
globalizador que genera una especie de oligopolio trasnacional de medios de
comunicación, cada vez más centralizados en gigantescos consorcios que crean
una especie de “dumping informativo”,
en el que las realidades vienen expuestas de una determinada manera bajo cierto
esquema de pensamiento único que atenta contra la pluralidad (Rubido y otros,
2009).
En este sentido, la opinión pública no es ajena a que los medios ofrecen miradas sesgadas de las
realidades. El problema es que considera irremediable esa cadena de sucesos
que, como si anduviera por el laberinto de Creta, la puede echar en las fauces
del Minotauro y
conducir al patíbulo de la desinformación. La intelección del mensaje (Brajnovic, 1991: 93-94) y la aprehensión y extracción
de realidades del universo desinformativo por parte de la sociedad (Galdón,
2006: 235) son dos vías iniciales de control y contrapeso a la tergiversación
informativa.
5.4. Los estudios sobre la
psicología de la desinformación
El campo de la Psicología no ha permanecido ajeno al estudio de la desinformación a través de sus incidencias individuales y
sociales. Desde la década de los setenta, ha surgido una sub-área de estudio
acerca del “efecto desinformativo” (misinformation
effect) liderada por Elizabeth
Loftus, matemática y psicóloga conductista. La posición teórica conductista consiste en que el efecto desinformativo es
aquella acción discursiva engañosa que interrumpe la decodificación de un
acontecimiento y su posterior recuerdo en la memoria, ya que se altera su
percepción al introducirse información errónea en el momento del razonamiento
(Loftus y Hoffman, 1989: 100), por lo que vendría a constituir una
interferencia previa a la formación de realidades.
Al respecto, el efecto desinformativo ocurre por dos circunstancias iniciales de nuestra memoria: la sugestión a través de la
manipulación de conceptos y la atribución errónea de fuentes de información
ambiguas por naturaleza (Saunders y MacLeod, 2002: 127) que variarán en función
del marco de referencia y conceptual, de las ideologías, la edad, la memoria y
los rasgos de personalidad (Lee, 2004: 997).
Por
supuesto, la sugestión y la atribución errónea de fuentes de
información no son las únicas responsables de la distorsión de la
realidad. El proceso de recuperación y reconstrucción de recuerdos en
nuestra
memoria puede verse alterado sin influencia externa explícita (Loftus,
2005:
365), lo que podría devenir en efecto desinformativo propio e
involuntario que
puede afectar a terceros en interacciones comunicativas. Esto quiere
decir que,
para la teoría psicológica del efecto desinformativo, la desinformación
no
necesariamente necesita de un agente externo desinformante, sino que
pudiere el
propio individuo (en su proceso memorístico) afectar sus recuerdos y,
por ende,
tener una aproximación distinta de la realidad percibida por sí mismo.
A la par de estas investigaciones, la psicología social, la sociología,
la opinión pública, las ciencias políticas y la comunicación han contribuido a
estudiar actitudes sociales como la “espiral del silencio” (Noelle-Neumann,
1995): un individuo adapta su comportamiento a las actitudes predominantes de
su entorno por miedo al aislamiento, con la finalidad de sumarse a una idea
colectiva, mayoritaria o consensuada, en la que los medios de comunicación
definen matrices y climas de opinión sobre los que la sociedad actúa. Por esta
razón, pudiere existir ciertamente una desinformación adaptativa al entorno
para adecuar nuestros marcos de referencias al grupo al que deseemos formar
parte.
El resultado de la propia presión social es un proceso en espiral que incita a otros individuos a sumarse a los cambios de opinión hasta que se establece como actitud prevalente, por lo que la lógica de fondo sostiene que, cuanto más difunden la versión dominante quienes tienen acceso privilegiado al podio discursivo social, más guardarán silencio las voces contrarias (Montero, 1993: 84).
5.5.
Algunos acercamientos pragmáticos al estudio de la desinformación
El Grupo de Aprendizaje Colectivo de Comunicación Popular de la Escuela Popular de Personas Adultas “La
Prosperidad - Madrid”, pese a su carencia de método científico y de seguimiento
de normas de citas y referencias, y con un enfoque totalmente empírico, se
esforzó en estructurar un dossier denominado Técnicas de desinformación: Manual para la lectura crítica de la prensa, documento en el que, muy
someramente, se señalan algunas de
las técnicas más comunes en la praxis de los medios de comunicación que tienen
el objetivo de desinformar.
Asimismo, García Avilés (ápud Herrero, 2009: 338-350) realiza una sucinta recopilación de
técnicas de desinformación que cataloga en tres grupos: a) desinformación mediante el lenguaje; b) desinformación mediante la imagen; y c) desinformación mediante acciones. Son asociaciones de técnicas
parecidas a las recopiladas por Michael Sweeny (1997) en “Twenty-five ways to
supress the Truth: The Rules of Disinformation”, que a pesar de también carecer
de un marco metodológico, han sido usadas por diversos autores a manera de
referencia.
Por su parte, Sylvain Timsit(2010), también sin una metodología clara ni seguimiento de normas de
referencias pero con un gran enfoque pragmático, redactó un artículo (“Las diez
estrategias de manipulación de masas”) en el que identifica la distracción, la
creación de problemas y soluciones, la gradualidad, el diferimiento, la
infantilización de la audiencia, el contenido límbico-emocional, el mantener al
público ignorante de la realidad, el reforzar la autoculpabilidad y el conocer
a la audiencia como las claves que siguen los medios de comunicación para
realizar la manipulación informativa. Hay que reseñar que este texto ha tomado
cierto grado de viralidad en las redes sociales, bien que incorrectamente
atribuido a Noam Chomsky.
6. Reflexiones finales
El término desinformación se
acuñó oficialmente hace apenas 64 años, por lo que el tratamiento ontológico y
científico ha sido contemporáneo, aún cuando existen indicios claros de que
actividades desinformativas se pueden documentar en textos extremadamente
antiguos, lo que nos puede estar hablando de una práctica tan antigua como la
propia organización social.
En ese tratamiento de la comunidad científica, se evidencia una perspectiva de polisemia en el análisis morfosintáctico y sociológico de la desinformación, a la vez que muchos autores han optado por clasificar y diferenciar la desinformación dolosa (disinformation) de la desinformación culposa (misinformation) como dos aproximaciones distintivas del propio término, aún cuando el resultado sea el mismo, o sea, que la preterintencionalidad del emisor o fuente varía, por lo que se han evidenciado en el debate filosófico estos acercamientos conceptuales que sirven como marco de referencia para tener una mayor amplitud de un estado del arte en la instancia de la información.
Teóricos como van Dijk (2006), Klumpp (1997) o Galdón (1994 y 1996) han
centrado sus esfuerzos en demostrar que, para que ocurra un efecto
desinformativo, es necesario que el emisor tenga acceso preferencial al discurso
público, tanto en el periodismo como en la academia o la política. Con todo, no
hay consenso en si estaría inmersa en una variedad de la propia actividad
informativa (como se ha reseñado, toda información podría venir con una carga
desinformativa en sí misma), o si la desinformación se convierte en la acción
contraria al informar, es decir, su antónimo, análisis que viene siendo objeto
de un candente debate científico entre Floridi (1996, 2005 y 2011) y Fallis
(2009 y 2011).
Parecería ir tomando forma una tercera teoría, alejada del debate reseñado, que considera a la desinformación una correlación
estructural y, más aún, una característica propia del ecosistema comunicativo
actual (López, 2004 y Romero, 2012). En él, todo medio de comunicación convive
con unas circunstancias pre-comunicativas (Rodrigo, 1995) cuyo modelo de
producción está más enfocado en producir cantidad y rentabilidad, sacrificando
a veces calidad informativa (Galdón, 2006). Este proceso se une al propio “efecto
ventrílocuo” de los grupos multimedia, que generan monopolios de agencias
informativas y, de este modo, un lugar privilegiado en el propio podio
discursivo social.
En
el campo de la psicología, se asume una posición conductista al
comprender que la desinformación es un proceso que, o bien puede
ser generado por un agente externo que (en el proceso de interpretación
o
reinterpretación de un acontecimiento) manipula a través del discurso y
afecta
al receptor por su propia sugestión y la asignación de fuentes
erróneas; o bien
puede generarse una auto-desinformación cuando, en el uso de la memoria
episódica, somos incapaces de reinterpretar el acontecimiento de la
misma forma
que cuando lo observamos directa o indirectamente.
Si bien es cierto que se ha adelantado en el estudio de la desinformación en disciplinas como la lingüística, la semiótica, las
ciencias de la información, el periodismo, la filosofía, la psicología y las
ciencias políticas, no es menos cierto que no hay grandes avances científicos
con respecto a las formulaciones retóricas de la desinformación, su
pragmalingüística y psicolingüística. No hay un estudio de cada escenario y
técnica de desinformación en relación con el contexto extralingüístico, su
situación comunicativa (espacio / tiempo), el análisis del marco de referencia
y contexto sociocultural de la audiencia, la importancia del tipo de relación
inter-pares, el tono y las inferencias e interpretaciones que cada individuo,
dentro de un colectivo, responde con respecto a un contenido desinformativo. En
este sentido, el autor del presente artículo inicia con esta revisión
documental su actividad investigadora en función de analizar las técnicas de
desinformación desde la perspectiva de la pragmalingüística.
Luego de realizado el estudio bajo la metodología de revisión documental bibliográfica y hemerográfica de fuentes físicas y digitales por autores que han tratado el tema, se evidencia que muy pocos textos han abandonado el plano ontológico, filosófico y hermenéutico de la desinformación y sus debates conceptuales para adentrarse en su pragmática, revisando ejemplos del acontecer noticioso, político y económico utilizando el método investigativo e intentando alejarse, en la medida de lo posible, de intereses e ideologías para ofrecer no sólo la puntualización y características de cada estratagema de desinformación, sino la aplicabilidad y resultado en cada caso evidenciado.
Por su parte, se constata que los pocos tratamientos pragmáticos del estudio de la desinformación están
vinculados a grupos asociados con sectores o líneas de pensamiento político
específico, que obtienen principalmente sus ejemplos y clasificaciones a través
del análisis empírico de textos periodísticos o acontecimientos políticos. De
esta manera, el campo particular de la pragmalingüística de la desinformación y
su incidencia en el propio comportamiento humano queda como práctica novedosa
bajo el esquema del método científico. De esta manera, la atención de la
comunidad científica ha estado más dispuesta a contribuir en el debate
ontológico y epistemológico de la desinformación, logrando grandes avances en
campos de su propia filosofía, aunque se le ha dado pocos tratamientos
pragmáticos al tema, ofreciendo un campo de estudio novedoso y una oportunidad
de emprendimiento académico en el análisis y clasificación de las estratagemas
desinformativas más comunes en nuestra sociedad contemporánea.
Pero además de aventurarse en un nuevo paradigma de producción científica, este trabajo de investigación nace
con el motivo de romper la estructura académica centrada en el debate
ontológico y filosófico de la desinformación para darle una perspectiva
pragmática al campo, buscando responder a una demanda social cada vez mayor de
protección discursiva.
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